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He necesitado unos días para ubicarme y darle algo de sentido, si es que eso es posible, a todo lo que traía conmigo. No imaginaba que este viaje fuese a impactar así. Exponerme a esta posibilidad es precisamente por lo que viajo.

Así que ando instalada en una transición en tierra de nadie donde digiero más lento, hasta volver a incorporarme a lo cotidiano.

Este relato ha surgido a partir de una recopilación de anotaciones sueltas sin demasiado orden, que fui escribiendo a lo largo del viaje. Todas ellas componen ahora una historia, la de Lofoten.

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Retomo así la viajeteca gastronómica del blog, añadiendo un capítulo más a este cúmulo de salidas de guion que le dan sentido a todo.

Esta profesión debe nutrirse de muchas fuentes para abarcar la complejidad que supone la alimentación. Pienso que viajar ayuda a entender mejor el comportamiento humano y nuestra relación con el alimento y con nuestro cuerpo.

Mientras miro por la ventana del tren camino de Atocha, pienso todavía en que ayer andaba tomando un vino muy lento en Sevilla y ahora emprendo un largo viaje que me llevará a 100 km al norte de la línea del Círculo Polar Ártico. Lofoten, se llama. Un archipiélago de Noruega situado a la misma latitud que Alaska y Groenlandia. Vamos dispuestos a hacer algunas ascensiones con raquetas y crampones en un contexto para mí absolutamente nuevo.

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Fueron hasta hace poco territorios poco visitados, en los que los Vikingos exploraron la inmensidad de millas marinas aún desconocidas. Casitas de pescadores e hileras de bacalao colgando para secarse, barcas que navegan lento a través de los fiordos para entregar el correo en zonas casi deshabitadas. Eso fui leyendo a través de relatos hermosos que me inspiraban sensaciones muy fuertes.

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La emoción que siento por lo desconocido, por lo que está por venir, me vapulea y me devuelve finalmente a un lugar de mucha paz. 

La subida de hoy me ha hecho volver a experimentar esa sensación de miedo y atracción al mismo tiempo, por la que precisamente siento este amor y respeto a la montaña.

Lo he pasado mal durante unos minutos, una ventisca sobrevenida me colapsó la cabeza, el frío, los resbalones en el hielo con las raquetas, la parada para colocarme los crampones casi llegando a la cima... Y finalmente volvió a pasar. Los dedos se paralizaron, apareció el dolor que me impedía manipular bastones y colocarme crampones. Tranquila, siéntate y yo te los pongo, me dice una voz. Siento alivio. Y centras la atención únicamente en clavar tu pie en la nieve, y subir, y olvidarte del dolor, y del frío.

Y cuando todo pasa, la adrenalina es indescriptible. Y el control mental, tu salvaguarda.   

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Vine decidida a bañarme en esas aguas heladas, y Kvalvika, la playa de las ballenas, fue el lugar. No lo pienso demasiado, me quito el equipo, la ropa, y salgo corriendo hacia el agua. No siento nada. Y mucho menos el frío. En realidad es una sensación aún más bestia. No siento mi cuerpo desnudo en el agua, me muevo torpemente con una musculatura entumecida, agonizante. Me visto como puedo, me dejo ayudar. Vuelvo a colocarme las botas, los crampones y la mochila. Entumecimiento. Reemprendemos la subida. Y algún tiempo después, llegamos a la cumbre. El calor va invadiendo poco a poco mi cuerpo. No puedo quitarme de la cabeza el documental estonio de Smoke Sauna Sisterhood (Anna Hints, 2023), pienso en esas mujeres, en sus historias vividas con sus cuerpos, narradas de forma catártica en una sauna y los baños desnudas en esas gélidas aguas bálticas. 

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Nos hacemos con provisiones en uno de los pocos supermercados que hay en la zona para toda la semana y todo el grupo, los desayunos y cenas los cocinaremos en la cabaña. Salchichón de reno, salmón y caballa curados y especiados, arenques marinados, bacalao a tuttiplen, también cordero noruego (a un precio más que razonable), patatas rojas, pan de centeno y cebada, mantequilla, queso y yogur (aquí los lácteos son otro nivel). Hay aceite de oliva italiano, naranjas y aguacates andaluces y muchas coles y tubérculos. Para estar perdidos entre fiordos y pueblos donde casi no se ve un ser humano, las cenas que se nos presentan no tienen que envidiar ningún restaurante. 

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La historia del bacalao Skrei empieza en las aguas de las Islas Lofoten donde nacen para después emigrar al mar de Barents, al norte de Noruega y Rusia. Pasados seis o siete años, nadan contracorriente 2.500 millas durante casi dos meses para desovar donde nacieron. Es en los alrededores de las Lofoten donde el skrei encuentra aguas más templadas para poner millones de huevas.

Aquí esperan los pescadores. La pesca de este bacalao se convierte en toda una celebración. Skrei en noruego significa nómada, en honor al trayecto titánico que hace contracorriente. Para los vikingos, el bacalao Skrei seco fue el sustento durante los viajes y otras poblaciones lo comercializaban cuando los recursos escaseaban. Por ello, también es conocido como “milagro noruego”.

Los niños tienen el privilegio histórico de apropiarse de las cocochas, la glándula carnosa situada bajo la barbilla del pez, que allí llaman lenguas. La actividad pesquera es el sustento económico de las islas, y vincularse a ella es ley de vida. Con las cocochas recogidas recaudarán las coronas suficientes para sus ahorros. 

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Hoy he presenciado por primera vez auroras boreales en medio de una noche de cervezas y cordero noruego, muy diferente por cierto al que acostumbramos a comer, más magro y con un sabor menos intenso. Y también risas, un cumpleaños lleno de buenas intenciones, y una conexión entre los que allí estamos muy potente, no sé si quizás este escenario descrito en su conjunto, sólo tiene razón de ser a esas latitudes.  

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Inicio el viaje de vuelta que se espera muy largo. En el aeropuerto de Evenes, sentada frente a esas montañas, no puedo dejar de pensar en ellas, en la atracción irrefrenable, en la necesidad de exponerme una y otra vez y sentir ese vértigo que resulta tan poderosamente adictivo. Leo algunas páginas del libro, pero rápidamente la cabeza se me va a algunas conversaciones. Suenan risas en mi cabeza. También rock. He dormido muy poco. Con las emociones aún desenfocadas por el cansancio, la falta de sueño y la atracción por acercarnos a ese bordecito donde encuentras la intensidad.
Vaya viaje y vaya privilegio de haberlo vivido. Vaya lugar en el mundo. Yo aún no doy crédito.

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Mañana nos lanzaremos a nuestras rutinas (nadie nos preguntó si queríamos), pero estoy segura que de fondo, mientras penamos nuestra incorporación a esa realidad que permaneció detenida durante unos días, sonará una batería y una guitarra eléctrica que grita y nos recuerda lo importante de salirte del guion sin plantearte nada más.

Empieza una nueva semana. Tomo café en silencio, con el cuerpo cansado de un viaje de vuelta de casi dos días, y el estómago encogido. Me invaden sensaciones raras. De vuelta en mi realidad, la que quedó detenida en ese vino lento la noche antes de partir hacia Atocha. A punto de meterme en la ducha para dirigirme a la clínica. Esta vuelta va a costar.

Echo de menos una rutina creada en tan sólo una semana. Despertarme al amanecer mirando a través de una ventana que me enseña cada mañana unas montañas nevadas, y el mar penetrando entre ellas.

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Desayunar un café recién hecho y pan de centeno con mantequilla noruega, algún embutido de reno y salmón ahumado, cerrar los ojos, callada, y que el sol me dé en la cara mientras escucho conversar a personas por las que siento mucha ternura. Esto una sensación de placer inigualable.

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Preparar el equipo, montarte en la furgo, adentrarte en la montaña. Termo de café y caldo caliente, plátanos, frutos secos, jamón, también queso de Roncal, con su potente sabor a animal. 

Y sí, también echo de menos los momentos de vuelta por la tarde en la furgo, con los cuerpos cansados, mojados por la nevada y la ventisca. Me gustan los silencios que se crean y se mantienen largo rato, que sólo son interrumpidos por la exaltación de alguna canción que te remueve en el asiento. Y sin decir nada más, perdemos la mirada en una carretera nevada, que después de varias millas, se acaba. Y ya no hay continuación.

 

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¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.

 

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Esta receta es fruto de muchos años, muchos, experimentando distintas versiones de crema de calabaza, buscaba algo que se saliera de lo anodino y me transmitiese alguna novedad al paladar. Creo fundamental el anisado que aporta el hinojo, bulbo fresco, con todas sus hojas y tallo y la cebolla morada frente a la blanca. 

 

Cuando te llevas la primera cucharada a la boca, el crujiente de semillas y pipas tostadas, la untuosidad de la yema de huevo poché, combinada con la cremosidad que aporta la batata, congenian de tal forma que tu cerebro, más concretamente tu hipotálamo, lo celebrará secretando una buena dosis de dopamina, guardándose una nota al dorso que le haga recordar: Esto nos gusta, hacerlo más. 

Porque también podemos exponernos a experiencias sensoriales excitantes a partir de platos caseros y vegetales, y de paso, generar un hábito que nos lleve a introducirlos de manera más cotidiana en nuestras decisiones alimentarias. 

 

Siento predilección por la calabaza, este fruto en baya me fascina. Podría comer calabaza casi de cualquier manera, pero sobre todo me gusta asada al horno.

Honrando a un cocinero del que he aprendido y disfrutado desde que lo conocí hace ya casi quince años, Yotam Ottolenghi, puedo decir que la combinación de calabaza asada con especias, frutos secos y tahini (o buena cantidad de sésamo tostado), es uno de mis platos favoritos, imprescindibles y sustanciales desde principios de septiembre hasta bien entrada la primavera. Se puede colocar sobre una base de hojas verdes y acompañar de un buen trozo de queso feta griego, un rulo de cabra francés o una buena burrata italiana. 

¿Y por qué hablo de esta otra receta si estamos con la crema? Porque podemos aprovechar recursos y tiempo. 

Paso a describir la mise en place y producción de este plato. 

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Ingredientes

  • Media calabaza (la tipo cacahuete)
  • 1 bulbo de hinojo fresco
  • 1 patata mediana y 1 boniato más o menos pequeño
  • 2 zanahorias grandes 
  • 1 pimiento rojo grande
  • 1 cebolla morada grande
  • Aceite de oliva virgen extra
  • 1/2 cucharadita pequeña (cp) de pimienta blanca, de nuez moscada y jengibre en polvo
  • 1 cp de curry
  • 1 cp de hinojo en polvo
  • Semillas de sésamo blanco y negro y pipas de calabaza tostadas
  • 1 huevo campero o ecológico fresco por comensal

Elaboración

Pelar la calabaza con cuidado y con paciencia. Retirar la piel y cortarla en trozos. Aprovecha para hacer con la otra media calabaza la ensalada de calabaza asada y tahini que mencionaba al principio, no te vas a arrepentir. 

Pelar la patata, boniato, cebolla y las zanahorias y cortarlas. Lavar bien el hinojo y el pimiento rojo y trocearlos.

En una olla grande, encender el fuego, añadir un buen chorreón de aceite de oilva virgen y sofreír todo lo anterior a fuego medio durante 8-10 minutos. Condimentar con las especias y sal. Siempre es mejor echar de menos y rectificar al final. 

Añadir una cantidad de agua suficiente para cubrir, pero no más. La idea es que no sobre agua, no tengamos que desecharla y de esta manera, quede una crema más consistente y untuosa, y además no perdamos nutrientes que se desprendieron en ese agua que desechamos luego. 

Cocinar a fuego medio bajo durante 15 minutos. Pasado este tiempo, comprueba si necesita algo más de especias. 

Triturar con la batidora de mano. Crema para blog 2 copia

Un truco para que quede aún más untuosa esta crema: Mientras vas batiendo, incorpora un chorreoncito de aceite de oliva virgen y otro de leche entera o alternativa vegetal. 

Para el montaje del plato: antes de hacer el huevo poché sirve la crema en un bol individual y deja reposar. 

Prepación del huevo poché: 

Casca un huevo y ponlo en un bol pequeño.

Llena de agua un cazo pequeño, y justo antes de que llegue a ebullición, añadir un chorreoncito pequeño de vinagre, mover con una cuchara e inmediatamente añade el huevo. Retira del fuego y deja que se cocine exactamente 3 minutos. 

Saca el huevo con una espumadera y coloca sobre la crema. 

Añade unas semillas de sésamo blanco y negro, pipas de calabaza tostadas por encima, et voilà! 

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Jueves, 21 Diciembre 2023 13:31

Recetario navideño 2023

Aquí un recetario navideño para sobrevivir en estos tiempos acelerados, donde lo urgente quita tiempo para lo importante. 

Date permiso para disfrutar, probar, para tener curiosidad y conocer qué es lo que te hace sentir bien.

Date permiso para comer lo que te gusta.
Prueba a sumergirte en la alquimia de una cocina, ponerte música y liberarte.

Y que la navidad transcurra a otro tempo más calmado.

¡Descárgalo cuando quieras! 

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Muchos siguen sorprendiéndose y preguntándome por qué escribo o para qué lo hago, y me aconsejan condescendientes, pasarme de una vez a las imágenes inmediatas de mensajes cortos, que es lo que de verdad demanda el pueblo. Y yo estoy muy de acuerdo con Vila-Matas, cuando dice que quizás no sea cuestión de escribir para llegar a muchos, sino de llegar simplemente adonde uno cree que ha de llegar. Necesito tiempo para digerir lo que vivo, para pensar lo que quiero expresar, y lo reivindico como derecho en una época en la que la inmediatez manda, y nada trasciende demasiado. Y no digo que sea bueno o malo, sencillamente, yo no me siento del todo a gusto en la levedad.

Que suene el despertador a las cuatro de la mañana para coger un avión era algo que mi memoria había diluido por imperativo legal. Hacía año y medio que no experimentaba esta sensación de mirar por la ventanilla del avión mientras voy a alguna parte. Dejarse llevar. En esos últimos meses, he echado de menos tantas cosas y personas, que he gastado la sensación. Y lo grande, es que sigue produciéndome la misma adrenalina, risas nerviosas y susurros de madrugada; y café, claro.

En realidad no se puede olvidar la sensación de viajar, cuando vuelves a experimentarla, te despierta ese cosquilleo de dirigirte a algún sitio, y de repente muchas cosas cobran sentido.

Éste será un viaje de mujeres. El año anterior, el año del desastre, nuestro periplo a Perú se vio truncado como tantos otros sueños, y en un alarde de perseverancia, un año más viejas y más sabias, hemos readaptado destino, que no ganas de vivir.

Pero volvamos a El Hierro. Desde que supe que por fin la conocería, no he dejado de leer sobre esta isla, pero nada es equiparable a empaparse de ella. El Hierro huele a fruta tropical, a piña -la reina-, a mangas y plataneras; amanece tarde, se vive tranquilo. Conviven viñedos, laurisilva, volcanes y playas. Aquí las palabras son delicadas, y la dulzura casi propia de un niño. No encuentro sino bondad. Hay poca gente, pero se escuchan y conversan. Hay lagartos gigantes y fondos marinos protegidos. En el Hierro comerás por encima de todo queso y vino, aquí se libraron de la Filoxera, y perduran uvas centenarias. Esta isla me ha vuelto a recordar por qué viajar.

Llegamos a Valverde. Alquilamos un cerillo de coche que con dificultad me deja subir de los 60 Km/h. Esto promete con las carreteras de vértigo.

Además de los cafés de los aeropuertos y algún plátano, hace mucho que no me llevo nada a la boca. Cansancio y hambre, malas combinaciones. Pero la primera apoteosis gastronómica llega pronto en forma de uno de los pocos Guachinches en la isla, el de la Aguadara. En otros tiempos, era una habitación de la casa familiar, donde la mujer del bodeguero ofrecía platillos caseros para acompañar el vino de la cosecha, actividad que con el tiempo se ha ido profesionalizando. 

En este caso, se sientan a la mesa un escaldón de gofio con caldo de res, un espectacular queso asado (tierno, ahumado) con miel de caña, una cazuelita de garbanzas con carne, y cómo no, la primera cata de papitas arrugás con mojo se cierne sobre nosotras. La carne de cabra que aquí se ofrece me llama poderosamente la atención, me guardo la espinita para la siguiente.

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Hemos dormido apenas tres horas, los cuerpos están agotados, pero la intensidad de todo lo que me rodea y lo que queda por venir me mantiene adrenérgica y mi cabeza no para. El sabor a animal que tiene este queso de cabra asado me está perturbando. Es delicioso, es grotesco. Sin duda, el mojo de cilantro es mi favorito, sin emulsionar, me gusta la maja y el mortero. El escaldón de gofio es una suerte de hummus canario, que acompañado de unas cebollas moradas crudas (mis respetos a aquellos estómagos que la albergan sin aspavientos), constituye un entrante muy equilibrado. Cerveza artesana herreña para deglutir las viandas, y como digestivo (siempre me maravillará que llamen digestiva a una bebida alcohólica de alta graduación), un aguardiente obtenido de la piña. Plantaciones que por cierto, son las reinas del Valle del Golfo, en Frontera.

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Conocer la complejidad de su cultivo y recolección tan delicados me ha llevado a valorarla mucho más de lo que lo hacía; la niña mimada la llaman. La piña llegó a El Hierro hace cuarenta años desde Venezuela, en un momento difícil para muchos canarios que se vieron obligados a volver. Las variedades de piña tropical que más se producen son la Roja Española y la Gold. Pero la piña de color rojo literal que veíamos en los cultivos no es la especie, sino el momento fisiológico de la planta: a partir de ahí, quedan unos seis o siete meses para que la piña pueda recogerse. Es un cultivo muy lento y poco productivo. Entiendo que constituya un lujo.

De camino a casa, nos topamos con un artesano alemán, de mirada tranquila y eterno acento guiri, encantador. Nos recibe en su tiendita en una calma que conmueve. Al momento, dos vecinos entran y nos ofrecen café y galletas. «No muchas gracias, acabamos de comer». Aunque minutos después, no puedo evitar pensar que me habría pasado con ellos el resto de la tarde sentada al fresco. Otra vez será, está bien así. El alemán se une a ellos después de envolvernos tres piececitas lindas que nos llevaremos cada una como recuerdo colectivo de nuestro viaje. Es el ídolo de Tara, una figura de forma femenina que se vincula con la cultura guanche y los antiguos ritos de fertilidad. 

 

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Continuamos el camino, y paramos de paso en Guarazoca a comprar esas famosas quesadillas hechas con queso herreño, harina, huevo, azúcar, matalahúva, limón y canela. «Me recuerdas a mi hija», me dice la mujer que nos atiende. Lo cierto es que me resulta muy sencillo charlar con cada persona que me cruzo, su hospitalidad y ternura sobrecogen. Hablar con extraños me seduce poderosamente, nada sabemos el uno del otro. Intercambiaremos la parte de nosotros que queremos mostrar, y marcharemos.

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En la calle sólo hay silencio. Qué bien que todo transcurra a este ritmo.

Después de transitar carreteras al más puro estilo de la ruta 66, nos recibe finalmente Pedro. Un hombre fuerte, de facciones duras, ataviado con camisa y pantalón comidos por la suciedad; nos invade una felicidad inesperada. Hemos llegado a casa. Nos rodean cultivos de piña y plataneras, también mangos y pitayas. Frente a nosotras el océano, estamos en el punto más occidental de Europa. Decía Merci que el acento herreño es el más puro de las islas, se vocaliza y esgrimen las palabras con elegancia. También Pedro, Pedri, habla así.

Está cayendo el sol, y se ofrece a enseñarnos la zona, mientras nos cuenta que desde generaciones su familia ha vivido aquí. También nos advierte de lo peligroso de los acantilados, «no son playas para forasteros», entiendo que no se anda con tonterías. Creo que tampoco necesito vivir al bordecito permanentemente, me va la marcha, pero a ratitos.

El día es largo, llevamos despiertas casi veinte horas. Es la primera noche herreña y cenamos en la casa, nos hemos hecho en la Cooperativa con unos quesos (ahumados, curados y frescos) un vino tinto (mala elección, habrá que seguir catando), y de postre una piña herreña dulzona y carnosa. Suena Simon & Garfunkel. Me siento bien.

Los despertares que siguen a este día transcurrirán en la terraza, con el océano y las plantaciones de piña enfrente. Huele a café, Maribel y Yurena, amorosas y dispuestas, están preparando el desayuno que incluye esas quesadillas recién horneaditas y que se convierten en mi objeto de deseo. Y cómo no, un plato gigante de fruta tropical.

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Es domingo y hay mercado en el pueblo. Como mosquitos a la luz morada, nos dirigimos ojipláticas a los puestos de fruta, compramos mangas (más carnosas que los mangos, de un sabor más delicado y sin hebras), parchitas (maracuyás, que por cierto, me resultan un vicio en este viaje. Sabor ácido intenso, se comen de un bocadito extrayendo la pulpa del interior), papayas y más piñas. Nuestro frutero nos llama Amor. A Stéphanie, una ceramista alemana le compramos unas tazas preciosas, Ingrid elabora el aguardiente de piña y hay una chica que me resulta familiar vendiendo bizcochos de parchita. No doy crédito, «yo creo que te he visto cantando, pero no puede ser», le digo. Lo es. Años atrás apareció en un documental que por casualidad vi. Se sonroja. «Antes subíamos con otros chicos a Valverde y cantábamos con las guitarras».

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Se avecina una ola de calor muy loca. Pedri nos aconsejó comer en Los Garañones, y sin pensarlo, nos sentamos a la mesa a perseverar en nuestra cata de queso ahumado asado, sin la nota predominante de la miel de caña esta vez, y unas papitas arrugás con mojo (emulsionado). Imposible no probar unas morenas (de la familia de las anguilas y congrios), unas viejas (la reina canaria, un pez loro) y unos churros de tuna (pavías de atún). La pesca de la tuna en Canarias se realiza en buena medida de manera artesanal, así como los almadraberos gaditanos, los atuneros cañeros realizan las capturas de forma sostenible, de una a una y las que son pequeñas las devuelven al mar. Sin embargo, la cuota de pesca de túnidos en general se ha visto obligada a reducirse, debido a su sobrepesca, a partir de barcos que arrasan con todo, con las especies pequeñas y con otras que mueren en vano.

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La comida transcurre de nuevo en la calma y silencio wonderful que no deja de seducirme; el restaurante para nosotras. El sabor del pescado fresco que nos llevamos a la boca es digno de recuerdo. Como cortesía nos traen unos vasitos de mousse de chocolate. Se nota la afición por el dulce en el repertorio gastronómico canario.

Nos levantamos de la mesa casi a las seis de la tarde. No creo que le importe a nadie. Unas fotos después, ponemos rumbo al Pozo de las Calcosas, un antiguo poblado de pescadores hacia el norte. Allí conozco a Monique, una profesora jubilada de Estrasburgo, con la que charlo un buen rato. Si la emoción de viajar después de tanto tiempo no era suficiente, desempolvar el francés me transporta a otra dimensión. Venga ya. Podría llorar de la emoción, pero me contengo. Lo que la Monique no sabe es el buen rollazo que siento en ese momento.

Aconsejados por la camarera de antes («¡Vayan, no lo piensen»!), terminamos el día en el Charco Manso. Éste será el primero de los muchos lugares que visitaremos en la isla a este nivel: carreteras escarpadas, sinuosas, y un manto de roca volcánica ataviado con infinitas variedades de cactus hasta llegar a ese lugar. Esto sí me parece auténtico. Unas cuantas furgos pasarán allí la noche, aisladas de todo. Me hace recordar tiempos pasados. Sonrío. A veces la nostalgia sólo me acaricia, dando tregua. Pero tenemos que marcharnos ya, la luz se va, y me siento responsable de dos personas más llevando un cochecito de los Picapiedra.

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Esa noche cenamos mangas, papayas y un vinito. Ni el César. Suena Vinicius de Moraes.

Las temperaturas extremas se han instalado en la isla, teniéndonos en alerta a todos. Hay un incendio en La Palma, nos cuentan, y cunde el pánico. Veníamos predispuestas a bota, campo y fresco. Pero no a una ola de calor. Ese día nos adentramos en el famoso bosque de laurisilva de La Llanía, con la ilusión de toparnos con la bruma mágica que en ese ecosistema se forma. En cambio, nos topamos con un bombero molón (no falla) que nos advirtió del peligro de incendio, y que nos dejáramos de brumas. 

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Dimos con El bailadero de las brujas. La creencia popular dice que en estos lugares no crecen árboles, porque en ellos bailaron las brujas, e incluso el ganado que por aquí pasaba, salía despavorido. Cuánto miedo a una mujer ha habido en la historia de la humanidad. Hacen bien, ni siquiera nosotras somos conscientes aún de nuestro poder.

 A pesar de todo el lugar es impactante, volver a ponerme las botas y caminar monte arriba me conecta conmigo, me devuelve a mi sitio, en el que me siento realmente bien.

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La tierra es en realidad, la mejor obra de arte, leo en un cartel. Es Warhol, que hasta la Hoya de Fileba llegan sus elucubraciones.

Se nos ha agotado el agua, y la poca que queda está literalmente hirviendo (así hidrata más, dicen). El pensamiento en bucle de Coca Cola always se cierne sobre mí. Sí, Coca Cola. En esos momentos, entiendo perfectamente el engranaje maquiavélico de esa factoría. No hay escapatoria. Así que en cuanto nos dejamos caer sobre el primer bar del pueblo, me abro una latita (zero, claro). Y me dejo llevar, que estoy de vacachiones.

Esa noche hemos reservado en un lugar especial, pero antes, tenemos que mojarnos los pies en algún charco, antes de desfallecer. Optamos por Charco Azul. A excepción de las guarradas que se continúan haciendo (mascarillas en las rocas, latas de refrescos por todos lados y colillas como conchas en la arena), ese lugar resultó especial. Me pregunto si el ser humano tiene realmente la capacidad de cambio a la altura que ostenta.

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El atardecer en el Mirador de la Peña es apasionante, una mirada abierta a todo el océano. Diseñado por el querido arquitecto canario César Manrique, empeñado en crear espacios orgánicos. Desde aquí, el espectáculo visual sobrecoge. A nuestros pies una inmensa llanura volcánica de viñedos y frutales hasta desembocar en el Atlántico. También se divisan los Roques de Salmor, santuario de los escasos lagartos gigantes.

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Ya en su restaurante, probamos un mojo de queso herreño y tomate seco, y para hacer frente al elenco de pescados frescos inexplorados, pedimos unas lapas a la plancha (estreno delirante) y un solomillo de peto (comparte familia con el atún y el bonito) con almejas y gambas. Aprendiendo de días anteriores, opté por el vino blanco seco, Viña Frontera. Son vinos suaves, y en días de calor extremo, es un regalazo. Las variedades de uvas autóctonas como Baboso o Verijadiego comienzan a sonar habituales. Continuamos con la particular cata de cervezas artesanas herreñas, aquí también han sucumbido a la tendencia.

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El postre resulta un bocado impactante de queso, en forma de soufflé, con textura grumosa del queso curado, y de nuevo ese sabor animal… Culminamos el día en esa terraza del mirador. Yo más no puedo pedir.

Al día siguiente, decidimos irnos al sur. Estamos en el momento más jodido de la ola de calor, deshidratadas, cansadas. Buscamos el centro de interpretación geológica. No encontramos nada. Sólo dos hippies extraviados en una plaza, el Bar Chachi y el Bar El Mentidero. No dan crédito a nuestra presencia, y menos, a nuestra pregunta de dónde cojones está el centro de interpretación geológica. «Aquí vienen las chicas de oro», esgrime el poeta del pueblo, adosado en la barra del Mentidero, observándonos perplejo. Este pueblo me desconcierta. Tengo calor. Tengo sed.

Llegar a la Restinga supone una bocanada de aire fresco. Y un azote de viento. La versión canaria tarifeña nos acoge con su puerto, sus embarcaciones de buzos que se adentran en el Mar de las Calmas.

El pescado fresco nos está esperando. Le damos a la Catalufa, un pez anaranjado precioso que habita en los fondos y se mueve de noche. Exquisito. Me permitirán los expertos en paladar que haga una similitud con el salmonete. Acompañado de unas papas arrugás, una buena ensalada y un blanco seco, de la bodega herreña Elysar.

La sobremesa la disfrutamos en una calita entre rocas volcánicas, resguardadas del viento. Esto no me lo esperaba. Como un lagarto, me tumbo en una roca caliente a disfrutar del sol y del sonido monótono y relajante de las olas rompiendo una y otra vez. De vez en cuando me meto en el agua, en medio del océano. Esto es demasiado. Un herreño rastafari madurete se acerca a charlar con nosotras en las rocas. Trabaja en algún organismo de Conservación, y es conmovedor escucharlo hablar sobre su isla. En medio de la charla, sale a la superficie una preciosa tortuga boba a respirar. Echo de menos escuchar a gente así, que hable con pasión del medio natural, desde el convencimiento y el conocimiento.

No hay duda, aquí todos hablan con todos, se escuchan, se dedican tiempo y les interesa lo que el otro dice. Ya con esto, a mí me han conquistado. La conversación transcurre sosegada y cercana, se intuye un cariño inusitado. No hay desconocidos.

Decidimos ver el atardecer en la cala de Tacorón, un festival de colores rojizo, ocre, azul y negro, que forma parte de la Reserva Marina del Mar de las Calmas, al que se accede a través de carreteras serpenteantes que te anticipan el privilegio al que vas a asistir. Esta isla me mantiene enganchada con la emoción de cada curva que sorteo con el coche. No dejo de pensar en cuánto tiempo hacía que no viajaba de verdad. En que este año y medio nos ha pasado factura a todos, y es hora de salir del atolladero y empezar a reponerse. Las pulsaciones bajan, el estómago no se queja ni se hincha, la ansiedad de las preocupaciones permanece alojada en un lugar de mi cabeza que no estorba.

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Cenamos tuppers con sobras de lo que no fuimos capaces de comer en los bares. Media viejita a la plancha, higos blancos, parchitas y manga troceadas. Hoy suena Ella Fitzgerald. Esta anfitriona nos ha prestado un legado musical de lo más molón.

Hoy nos despertamos con la idea de ir hacia el oeste, y conocer esa parte agreste y deshabitada de la isla. Comenzamos por Sabinosa, un pueblito alojado en lo alto de una montaña, al que se accede con paciencia y carreterita escarpada. Damos por fin con una bodega, la de Berta Hernández, y su vino HM Las Vetas. La curiosidad pero sobre todo las ganas nos llevaron a dar con una familia a punto de cocinar en medio de su finca un caldero de pescado y gofio escaldado, hecho con el caldo de cocer las cabezas. Como era de esperar, nos acogieron encantados, Herminio nos enseñó su bodeguita familiar, que ha conseguido premios importantísimos, y nos dio a probar su vino dulce licoroso. Conversando con uno de los hombres, que hacía pesca submarina, resulta que por un motivo u otro, teníamos conocidos en común en Bolonia. Salieron los meros, los borriquetes y los peces limón a escena.

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Que nos habríamos quedado a comer con ellos ese caldero de mero y viejas, pues claro. Pero el gustazo igualmente nos lo llevamos, y nosotras acabamos comiendo en el único bar de toda esa parte de la isla (ni tiendas, ni rastro humano, nada). Nos ofreció queso asado con gofio, un Alfonsiño, un pescado semigraso difícil de encontrar en la península y muy cotizado por su carne jugosa, y un buen filete de tuna. Exquisito.

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Nos dirigimos a la playa roja del Verodal, un lugar bellísimo, pero donde el baño está prohibido y el acecho de desprendimientos está avisado en un cartel a tu llegada.

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Es hora de encaminarse a la Punta de Orchilla, donde Ptolomeo consideraba en el siglo II que el cielo se hundía en el mar, en el fin del mundo conocido. También, se decidió en el siglo XVII que fuera señalada en todos los mapas del mundo como el meridiano cero, y así fue hasta el XIX que fue sustituido por el de Greenwich. Ante estas expectativas, yo me moría por llegar.

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Y así fue, hasta que las carreteras comenzaron a convertirse en desfiladeros y barrancos, a cada curva la pendiente se hacía más escarpada y la carretera más estrecha; el silencio que se mascaba dentro del coche nos llevó a hacer una parada técnica. ¿Nos volvemos? «Escúchenme, les aseguro que el atardecer merece la pena, vayan, pero les quedan 40 minutos de carreteras así». Estas fueron las palabras de aliento de un chaval y su novia en medio del desfiladero, que sirvieron para muy poco. Nos dimos media vuelta. Me agarré al volante como creo no haberlo hecho nunca, me concentré en un punto de la carretera que se alejaba de los márgenes, y sólo pensé «tú palante Estrella». Y así llegamos, entre risas atiborradas de adrenalina, sudor y ganas de gritar, a la única playa de arenas blancas de la isla, a reposar el numerito.

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El viaje casi ha terminado, se respira en el ambiente la nostalgia anticipada. Es el último día y vamos a subir a primera hora cuando el sol aún está tímido el Camino de Jinama. Pero eso de que las cosas nunca salen como uno quiere es ley de vida, la alerta de incendios hizo que todas las rutas de montaña de la isla estuviesen clausuradas. Pero reconducimos bien el día y lo pasamos entre playas y calas maravillosas.

Esa tarde hicimos una cata de doce vinos en la bodega ecológica alemana. Este hombrecito nos dio a probar un despropósito de vinos exquisitos mientras nos contaba batallitas sobre su vida, las peripecias de un bávaro en el Hierro y la de premios que a lo tonto se está llevando, con su acento alemán cerrado, después de treinta años aquí. De fondo olía a masa horneada por su pareja, que se dedicaba a vender panes, dulces y comida ecológica en un lugar recóndito entre plantaciones de piña y plataneras. Y tú mientras tanto pensando que en unas horas, todo pasará a ser un cuento bonito que te cuentes cada vez que vuelva a sonarte el despertador en el duro invierno, cuando no le encuentres sentido a muchas cosas.

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Esa noche Maribel nos invitó a cenar por su cumpleaños en el Volcán del Hierro. Después de semejante cata, optamos por beber agua desesperadamente y aparcar el vino. Pedimos una ensalada tropical y una parrillada de pescado que incluía un alfonsiño, viejas, bicudas, medregal (pez limón), mejillones gigantes, lapas y langostinos, con una ensaladita de col con pimentón. 22 euros. ¿Alguien puede creerlo? Y servido por una señora amorosísima, que me envolvió todas las papas arrugás que nos sobraron, para llevárnosla al viaje de vuelta.

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Disfrute gastronómico para cerrar un viaje de mucha intensidad, en la línea argumental que intento seguir cuando nos dejan y saliéndome del guion en otras ocasiones, para no dejar de probar sensaciones potentes. Sigo perteneciendo más a este bando, al de los vividores, los apasionados, los emocionales. También eso me posiciona en un lugar más vulnerable, más expuesto, pero me da igual.

Un gustazo compartir tiempo y vida con mis compañeras de viaje, de las que he aprendido un poco más sobre las relaciones humanas. El arte de conversar en torno a la mesa, en un viaje en carretera al más puro estilo ruta 66, donde el tiempo pasa al ritmo que le place.

Esto que escribo no es mío, es de Enrique Vila-Matas, ya citado al inicio, y al que he leído últimamente: “Lo que nos conviene son ideas y una energía que sea diferente. Escuchar a los que formulan algo nuevo y decirles: “Ok, igual no acabo de entenderte, pero creo en lo que me propones, suena al menos diferente”.

Racionalizándolo todo, llego a la conclusión de que somos bastante previsibles, y que al final vamos buscando esa felicidad que nos contaron, ese reducto de placer y novedad entre tanta monotonía y problemas identitarios, hasta que aprendamos a convivir y aceptar nuestras miserias, y a pesar de todo, nos siga mereciendo la pena.

 

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