He necesitado unos días para ubicarme y darle algo de sentido, si es que eso es posible, a todo lo que traía conmigo. No imaginaba que este viaje fuese a impactar así. Exponerme a esta posibilidad es precisamente por lo que viajo.
Así que ando instalada en una transición en tierra de nadie donde digiero más lento, hasta volver a incorporarme a lo cotidiano.
Este relato ha surgido a partir de una recopilación de anotaciones sueltas sin demasiado orden, que fui escribiendo a lo largo del viaje. Todas ellas componen ahora una historia, la de Lofoten.
Retomo así la viajeteca gastronómica del blog, añadiendo un capítulo más a este cúmulo de salidas de guion que le dan sentido a todo.
Esta profesión debe nutrirse de muchas fuentes para abarcar la complejidad que supone la alimentación. Pienso que viajar ayuda a entender mejor el comportamiento humano y nuestra relación con el alimento y con nuestro cuerpo.
Mientras miro por la ventana del tren camino de Atocha, pienso todavía en que ayer andaba tomando un vino muy lento en Sevilla y ahora emprendo un largo viaje que me llevará a 100 km al norte de la línea del Círculo Polar Ártico. Lofoten, se llama. Un archipiélago de Noruega situado a la misma latitud que Alaska y Groenlandia. Vamos dispuestos a hacer algunas ascensiones con raquetas y crampones en un contexto para mí absolutamente nuevo.
Fueron hasta hace poco territorios poco visitados, en los que los Vikingos exploraron la inmensidad de millas marinas aún desconocidas. Casitas de pescadores e hileras de bacalao colgando para secarse, barcas que navegan lento a través de los fiordos para entregar el correo en zonas casi deshabitadas. Eso fui leyendo a través de relatos hermosos que me inspiraban sensaciones muy fuertes.
La emoción que siento por lo desconocido, por lo que está por venir, me vapulea y me devuelve finalmente a un lugar de mucha paz.
La subida de hoy me ha hecho volver a experimentar esa sensación de miedo y atracción al mismo tiempo, por la que precisamente siento este amor y respeto a la montaña.
Lo he pasado mal durante unos minutos, una ventisca sobrevenida me colapsó la cabeza, el frío, los resbalones en el hielo con las raquetas, la parada para colocarme los crampones casi llegando a la cima... Y finalmente volvió a pasar. Los dedos se paralizaron, apareció el dolor que me impedía manipular bastones y colocarme crampones. Tranquila, siéntate y yo te los pongo, me dice una voz. Siento alivio. Y centras la atención únicamente en clavar tu pie en la nieve, y subir, y olvidarte del dolor, y del frío.
Y cuando todo pasa, la adrenalina es indescriptible. Y el control mental, tu salvaguarda.
Vine decidida a bañarme en esas aguas heladas, y Kvalvika, la playa de las ballenas, fue el lugar. No lo pienso demasiado, me quito el equipo, la ropa, y salgo corriendo hacia el agua. No siento nada. Y mucho menos el frío. En realidad es una sensación aún más bestia. No siento mi cuerpo desnudo en el agua, me muevo torpemente con una musculatura entumecida, agonizante. Me visto como puedo, me dejo ayudar. Vuelvo a colocarme las botas, los crampones y la mochila. Entumecimiento. Reemprendemos la subida. Y algún tiempo después, llegamos a la cumbre. El calor va invadiendo poco a poco mi cuerpo. No puedo quitarme de la cabeza el documental estonio de Smoke Sauna Sisterhood (Anna Hints, 2023), pienso en esas mujeres, en sus historias vividas con sus cuerpos, narradas de forma catártica en una sauna y los baños desnudas en esas gélidas aguas bálticas.
Nos hacemos con provisiones en uno de los pocos supermercados que hay en la zona para toda la semana y todo el grupo, los desayunos y cenas los cocinaremos en la cabaña. Salchichón de reno, salmón y caballa curados y especiados, arenques marinados, bacalao a tuttiplen, también cordero noruego (a un precio más que razonable), patatas rojas, pan de centeno y cebada, mantequilla, queso y yogur (aquí los lácteos son otro nivel). Hay aceite de oliva italiano, naranjas y aguacates andaluces y muchas coles y tubérculos. Para estar perdidos entre fiordos y pueblos donde casi no se ve un ser humano, las cenas que se nos presentan no tienen que envidiar ningún restaurante.
La historia del bacalao Skrei empieza en las aguas de las Islas Lofoten donde nacen para después emigrar al mar de Barents, al norte de Noruega y Rusia. Pasados seis o siete años, nadan contracorriente 2.500 millas durante casi dos meses para desovar donde nacieron. Es en los alrededores de las Lofoten donde el skrei encuentra aguas más templadas para poner millones de huevas.
Aquí esperan los pescadores. La pesca de este bacalao se convierte en toda una celebración. Skrei en noruego significa nómada, en honor al trayecto titánico que hace contracorriente. Para los vikingos, el bacalao Skrei seco fue el sustento durante los viajes y otras poblaciones lo comercializaban cuando los recursos escaseaban. Por ello, también es conocido como “milagro noruego”.
Los niños tienen el privilegio histórico de apropiarse de las cocochas, la glándula carnosa situada bajo la barbilla del pez, que allí llaman lenguas. La actividad pesquera es el sustento económico de las islas, y vincularse a ella es ley de vida. Con las cocochas recogidas recaudarán las coronas suficientes para sus ahorros.
Hoy he presenciado por primera vez auroras boreales en medio de una noche de cervezas y cordero noruego, muy diferente por cierto al que acostumbramos a comer, más magro y con un sabor menos intenso. Y también risas, un cumpleaños lleno de buenas intenciones, y una conexión entre los que allí estamos muy potente, no sé si quizás este escenario descrito en su conjunto, sólo tiene razón de ser a esas latitudes.
Inicio el viaje de vuelta que se espera muy largo. En el aeropuerto de Evenes, sentada frente a esas montañas, no puedo dejar de pensar en ellas, en la atracción irrefrenable, en la necesidad de exponerme una y otra vez y sentir ese vértigo que resulta tan poderosamente adictivo. Leo algunas páginas del libro, pero rápidamente la cabeza se me va a algunas conversaciones. Suenan risas en mi cabeza. También rock. He dormido muy poco. Con las emociones aún desenfocadas por el cansancio, la falta de sueño y la atracción por acercarnos a ese bordecito donde encuentras la intensidad.
Vaya viaje y vaya privilegio de haberlo vivido. Vaya lugar en el mundo. Yo aún no doy crédito.
Mañana nos lanzaremos a nuestras rutinas (nadie nos preguntó si queríamos), pero estoy segura que de fondo, mientras penamos nuestra incorporación a esa realidad que permaneció detenida durante unos días, sonará una batería y una guitarra eléctrica que grita y nos recuerda lo importante de salirte del guion sin plantearte nada más.
Empieza una nueva semana. Tomo café en silencio, con el cuerpo cansado de un viaje de vuelta de casi dos días, y el estómago encogido. Me invaden sensaciones raras. De vuelta en mi realidad, la que quedó detenida en ese vino lento la noche antes de partir hacia Atocha. A punto de meterme en la ducha para dirigirme a la clínica. Esta vuelta va a costar.
Echo de menos una rutina creada en tan sólo una semana. Despertarme al amanecer mirando a través de una ventana que me enseña cada mañana unas montañas nevadas, y el mar penetrando entre ellas.
Desayunar un café recién hecho y pan de centeno con mantequilla noruega, algún embutido de reno y salmón ahumado, cerrar los ojos, callada, y que el sol me dé en la cara mientras escucho conversar a personas por las que siento mucha ternura. Esto una sensación de placer inigualable.
Preparar el equipo, montarte en la furgo, adentrarte en la montaña. Termo de café y caldo caliente, plátanos, frutos secos, jamón, también queso de Roncal, con su potente sabor a animal.
Y sí, también echo de menos los momentos de vuelta por la tarde en la furgo, con los cuerpos cansados, mojados por la nevada y la ventisca. Me gustan los silencios que se crean y se mantienen largo rato, que sólo son interrumpidos por la exaltación de alguna canción que te remueve en el asiento. Y sin decir nada más, perdemos la mirada en una carretera nevada, que después de varias millas, se acaba. Y ya no hay continuación.
¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.