Muchos siguen sorprendiéndose y preguntándome por qué escribo o para qué lo hago, y me aconsejan condescendientes, pasarme de una vez a las imágenes inmediatas de mensajes cortos, que es lo que de verdad demanda el pueblo. Y yo estoy muy de acuerdo con Vila-Matas, cuando dice que quizás no sea cuestión de escribir para llegar a muchos, sino de llegar simplemente adonde uno cree que ha de llegar. Necesito tiempo para digerir lo que vivo, para pensar lo que quiero expresar, y lo reivindico como derecho en una época en la que la inmediatez manda, y nada trasciende demasiado. Y no digo que sea bueno o malo, sencillamente, yo no me siento del todo a gusto en la levedad.
Que suene el despertador a las cuatro de la mañana para coger un avión era algo que mi memoria había diluido por imperativo legal. Hacía año y medio que no experimentaba esta sensación de mirar por la ventanilla del avión mientras voy a alguna parte. Dejarse llevar. En esos últimos meses, he echado de menos tantas cosas y personas, que he gastado la sensación. Y lo grande, es que sigue produciéndome la misma adrenalina, risas nerviosas y susurros de madrugada; y café, claro.
En realidad no se puede olvidar la sensación de viajar, cuando vuelves a experimentarla, te despierta ese cosquilleo de dirigirte a algún sitio, y de repente muchas cosas cobran sentido.
Éste será un viaje de mujeres. El año anterior, el año del desastre, nuestro periplo a Perú se vio truncado como tantos otros sueños, y en un alarde de perseverancia, un año más viejas y más sabias, hemos readaptado destino, que no ganas de vivir.
Pero volvamos a El Hierro. Desde que supe que por fin la conocería, no he dejado de leer sobre esta isla, pero nada es equiparable a empaparse de ella. El Hierro huele a fruta tropical, a piña -la reina-, a mangas y plataneras; amanece tarde, se vive tranquilo. Conviven viñedos, laurisilva, volcanes y playas. Aquí las palabras son delicadas, y la dulzura casi propia de un niño. No encuentro sino bondad. Hay poca gente, pero se escuchan y conversan. Hay lagartos gigantes y fondos marinos protegidos. En el Hierro comerás por encima de todo queso y vino, aquí se libraron de la Filoxera, y perduran uvas centenarias. Esta isla me ha vuelto a recordar por qué viajar.
Llegamos a Valverde. Alquilamos un cerillo de coche que con dificultad me deja subir de los 60 Km/h. Esto promete con las carreteras de vértigo.
Además de los cafés de los aeropuertos y algún plátano, hace mucho que no me llevo nada a la boca. Cansancio y hambre, malas combinaciones. Pero la primera apoteosis gastronómica llega pronto en forma de uno de los pocos Guachinches en la isla, el de la Aguadara. En otros tiempos, era una habitación de la casa familiar, donde la mujer del bodeguero ofrecía platillos caseros para acompañar el vino de la cosecha, actividad que con el tiempo se ha ido profesionalizando.
En este caso, se sientan a la mesa un escaldón de gofio con caldo de res, un espectacular queso asado (tierno, ahumado) con miel de caña, una cazuelita de garbanzas con carne, y cómo no, la primera cata de papitas arrugás con mojo se cierne sobre nosotras. La carne de cabra que aquí se ofrece me llama poderosamente la atención, me guardo la espinita para la siguiente.
Hemos dormido apenas tres horas, los cuerpos están agotados, pero la intensidad de todo lo que me rodea y lo que queda por venir me mantiene adrenérgica y mi cabeza no para. El sabor a animal que tiene este queso de cabra asado me está perturbando. Es delicioso, es grotesco. Sin duda, el mojo de cilantro es mi favorito, sin emulsionar, me gusta la maja y el mortero. El escaldón de gofio es una suerte de hummus canario, que acompañado de unas cebollas moradas crudas (mis respetos a aquellos estómagos que la albergan sin aspavientos), constituye un entrante muy equilibrado. Cerveza artesana herreña para deglutir las viandas, y como digestivo (siempre me maravillará que llamen digestiva a una bebida alcohólica de alta graduación), un aguardiente obtenido de la piña. Plantaciones que por cierto, son las reinas del Valle del Golfo, en Frontera.
Conocer la complejidad de su cultivo y recolección tan delicados me ha llevado a valorarla mucho más de lo que lo hacía; la niña mimada la llaman. La piña llegó a El Hierro hace cuarenta años desde Venezuela, en un momento difícil para muchos canarios que se vieron obligados a volver. Las variedades de piña tropical que más se producen son la Roja Española y la Gold. Pero la piña de color rojo literal que veíamos en los cultivos no es la especie, sino el momento fisiológico de la planta: a partir de ahí, quedan unos seis o siete meses para que la piña pueda recogerse. Es un cultivo muy lento y poco productivo. Entiendo que constituya un lujo.
De camino a casa, nos topamos con un artesano alemán, de mirada tranquila y eterno acento guiri, encantador. Nos recibe en su tiendita en una calma que conmueve. Al momento, dos vecinos entran y nos ofrecen café y galletas. «No muchas gracias, acabamos de comer». Aunque minutos después, no puedo evitar pensar que me habría pasado con ellos el resto de la tarde sentada al fresco. Otra vez será, está bien así. El alemán se une a ellos después de envolvernos tres piececitas lindas que nos llevaremos cada una como recuerdo colectivo de nuestro viaje. Es el ídolo de Tara, una figura de forma femenina que se vincula con la cultura guanche y los antiguos ritos de fertilidad.
Continuamos el camino, y paramos de paso en Guarazoca a comprar esas famosas quesadillas hechas con queso herreño, harina, huevo, azúcar, matalahúva, limón y canela. «Me recuerdas a mi hija», me dice la mujer que nos atiende. Lo cierto es que me resulta muy sencillo charlar con cada persona que me cruzo, su hospitalidad y ternura sobrecogen. Hablar con extraños me seduce poderosamente, nada sabemos el uno del otro. Intercambiaremos la parte de nosotros que queremos mostrar, y marcharemos.
En la calle sólo hay silencio. Qué bien que todo transcurra a este ritmo.
Después de transitar carreteras al más puro estilo de la ruta 66, nos recibe finalmente Pedro. Un hombre fuerte, de facciones duras, ataviado con camisa y pantalón comidos por la suciedad; nos invade una felicidad inesperada. Hemos llegado a casa. Nos rodean cultivos de piña y plataneras, también mangos y pitayas. Frente a nosotras el océano, estamos en el punto más occidental de Europa. Decía Merci que el acento herreño es el más puro de las islas, se vocaliza y esgrimen las palabras con elegancia. También Pedro, Pedri, habla así.
Está cayendo el sol, y se ofrece a enseñarnos la zona, mientras nos cuenta que desde generaciones su familia ha vivido aquí. También nos advierte de lo peligroso de los acantilados, «no son playas para forasteros», entiendo que no se anda con tonterías. Creo que tampoco necesito vivir al bordecito permanentemente, me va la marcha, pero a ratitos.
El día es largo, llevamos despiertas casi veinte horas. Es la primera noche herreña y cenamos en la casa, nos hemos hecho en la Cooperativa con unos quesos (ahumados, curados y frescos) un vino tinto (mala elección, habrá que seguir catando), y de postre una piña herreña dulzona y carnosa. Suena Simon & Garfunkel. Me siento bien.
Los despertares que siguen a este día transcurrirán en la terraza, con el océano y las plantaciones de piña enfrente. Huele a café, Maribel y Yurena, amorosas y dispuestas, están preparando el desayuno que incluye esas quesadillas recién horneaditas y que se convierten en mi objeto de deseo. Y cómo no, un plato gigante de fruta tropical.
Es domingo y hay mercado en el pueblo. Como mosquitos a la luz morada, nos dirigimos ojipláticas a los puestos de fruta, compramos mangas (más carnosas que los mangos, de un sabor más delicado y sin hebras), parchitas (maracuyás, que por cierto, me resultan un vicio en este viaje. Sabor ácido intenso, se comen de un bocadito extrayendo la pulpa del interior), papayas y más piñas. Nuestro frutero nos llama Amor. A Stéphanie, una ceramista alemana le compramos unas tazas preciosas, Ingrid elabora el aguardiente de piña y hay una chica que me resulta familiar vendiendo bizcochos de parchita. No doy crédito, «yo creo que te he visto cantando, pero no puede ser», le digo. Lo es. Años atrás apareció en un documental que por casualidad vi. Se sonroja. «Antes subíamos con otros chicos a Valverde y cantábamos con las guitarras».
Se avecina una ola de calor muy loca. Pedri nos aconsejó comer en Los Garañones, y sin pensarlo, nos sentamos a la mesa a perseverar en nuestra cata de queso ahumado asado, sin la nota predominante de la miel de caña esta vez, y unas papitas arrugás con mojo (emulsionado). Imposible no probar unas morenas (de la familia de las anguilas y congrios), unas viejas (la reina canaria, un pez loro) y unos churros de tuna (pavías de atún). La pesca de la tuna en Canarias se realiza en buena medida de manera artesanal, así como los almadraberos gaditanos, los atuneros cañeros realizan las capturas de forma sostenible, de una a una y las que son pequeñas las devuelven al mar. Sin embargo, la cuota de pesca de túnidos en general se ha visto obligada a reducirse, debido a su sobrepesca, a partir de barcos que arrasan con todo, con las especies pequeñas y con otras que mueren en vano.
La comida transcurre de nuevo en la calma y silencio wonderful que no deja de seducirme; el restaurante para nosotras. El sabor del pescado fresco que nos llevamos a la boca es digno de recuerdo. Como cortesía nos traen unos vasitos de mousse de chocolate. Se nota la afición por el dulce en el repertorio gastronómico canario.
Nos levantamos de la mesa casi a las seis de la tarde. No creo que le importe a nadie. Unas fotos después, ponemos rumbo al Pozo de las Calcosas, un antiguo poblado de pescadores hacia el norte. Allí conozco a Monique, una profesora jubilada de Estrasburgo, con la que charlo un buen rato. Si la emoción de viajar después de tanto tiempo no era suficiente, desempolvar el francés me transporta a otra dimensión. Venga ya. Podría llorar de la emoción, pero me contengo. Lo que la Monique no sabe es el buen rollazo que siento en ese momento.
Aconsejados por la camarera de antes («¡Vayan, no lo piensen»!), terminamos el día en el Charco Manso. Éste será el primero de los muchos lugares que visitaremos en la isla a este nivel: carreteras escarpadas, sinuosas, y un manto de roca volcánica ataviado con infinitas variedades de cactus hasta llegar a ese lugar. Esto sí me parece auténtico. Unas cuantas furgos pasarán allí la noche, aisladas de todo. Me hace recordar tiempos pasados. Sonrío. A veces la nostalgia sólo me acaricia, dando tregua. Pero tenemos que marcharnos ya, la luz se va, y me siento responsable de dos personas más llevando un cochecito de los Picapiedra.
Esa noche cenamos mangas, papayas y un vinito. Ni el César. Suena Vinicius de Moraes.
Las temperaturas extremas se han instalado en la isla, teniéndonos en alerta a todos. Hay un incendio en La Palma, nos cuentan, y cunde el pánico. Veníamos predispuestas a bota, campo y fresco. Pero no a una ola de calor. Ese día nos adentramos en el famoso bosque de laurisilva de La Llanía, con la ilusión de toparnos con la bruma mágica que en ese ecosistema se forma. En cambio, nos topamos con un bombero molón (no falla) que nos advirtió del peligro de incendio, y que nos dejáramos de brumas.
Dimos con El bailadero de las brujas. La creencia popular dice que en estos lugares no crecen árboles, porque en ellos bailaron las brujas, e incluso el ganado que por aquí pasaba, salía despavorido. Cuánto miedo a una mujer ha habido en la historia de la humanidad. Hacen bien, ni siquiera nosotras somos conscientes aún de nuestro poder.
A pesar de todo el lugar es impactante, volver a ponerme las botas y caminar monte arriba me conecta conmigo, me devuelve a mi sitio, en el que me siento realmente bien.
La tierra es en realidad, la mejor obra de arte, leo en un cartel. Es Warhol, que hasta la Hoya de Fileba llegan sus elucubraciones.
Se nos ha agotado el agua, y la poca que queda está literalmente hirviendo (así hidrata más, dicen). El pensamiento en bucle de Coca Cola always se cierne sobre mí. Sí, Coca Cola. En esos momentos, entiendo perfectamente el engranaje maquiavélico de esa factoría. No hay escapatoria. Así que en cuanto nos dejamos caer sobre el primer bar del pueblo, me abro una latita (zero, claro). Y me dejo llevar, que estoy de vacachiones.
Esa noche hemos reservado en un lugar especial, pero antes, tenemos que mojarnos los pies en algún charco, antes de desfallecer. Optamos por Charco Azul. A excepción de las guarradas que se continúan haciendo (mascarillas en las rocas, latas de refrescos por todos lados y colillas como conchas en la arena), ese lugar resultó especial. Me pregunto si el ser humano tiene realmente la capacidad de cambio a la altura que ostenta.
El atardecer en el Mirador de la Peña es apasionante, una mirada abierta a todo el océano. Diseñado por el querido arquitecto canario César Manrique, empeñado en crear espacios orgánicos. Desde aquí, el espectáculo visual sobrecoge. A nuestros pies una inmensa llanura volcánica de viñedos y frutales hasta desembocar en el Atlántico. También se divisan los Roques de Salmor, santuario de los escasos lagartos gigantes.
Ya en su restaurante, probamos un mojo de queso herreño y tomate seco, y para hacer frente al elenco de pescados frescos inexplorados, pedimos unas lapas a la plancha (estreno delirante) y un solomillo de peto (comparte familia con el atún y el bonito) con almejas y gambas. Aprendiendo de días anteriores, opté por el vino blanco seco, Viña Frontera. Son vinos suaves, y en días de calor extremo, es un regalazo. Las variedades de uvas autóctonas como Baboso o Verijadiego comienzan a sonar habituales. Continuamos con la particular cata de cervezas artesanas herreñas, aquí también han sucumbido a la tendencia.
El postre resulta un bocado impactante de queso, en forma de soufflé, con textura grumosa del queso curado, y de nuevo ese sabor animal… Culminamos el día en esa terraza del mirador. Yo más no puedo pedir.
Al día siguiente, decidimos irnos al sur. Estamos en el momento más jodido de la ola de calor, deshidratadas, cansadas. Buscamos el centro de interpretación geológica. No encontramos nada. Sólo dos hippies extraviados en una plaza, el Bar Chachi y el Bar El Mentidero. No dan crédito a nuestra presencia, y menos, a nuestra pregunta de dónde cojones está el centro de interpretación geológica. «Aquí vienen las chicas de oro», esgrime el poeta del pueblo, adosado en la barra del Mentidero, observándonos perplejo. Este pueblo me desconcierta. Tengo calor. Tengo sed.
Llegar a la Restinga supone una bocanada de aire fresco. Y un azote de viento. La versión canaria tarifeña nos acoge con su puerto, sus embarcaciones de buzos que se adentran en el Mar de las Calmas.
El pescado fresco nos está esperando. Le damos a la Catalufa, un pez anaranjado precioso que habita en los fondos y se mueve de noche. Exquisito. Me permitirán los expertos en paladar que haga una similitud con el salmonete. Acompañado de unas papas arrugás, una buena ensalada y un blanco seco, de la bodega herreña Elysar.
La sobremesa la disfrutamos en una calita entre rocas volcánicas, resguardadas del viento. Esto no me lo esperaba. Como un lagarto, me tumbo en una roca caliente a disfrutar del sol y del sonido monótono y relajante de las olas rompiendo una y otra vez. De vez en cuando me meto en el agua, en medio del océano. Esto es demasiado. Un herreño rastafari madurete se acerca a charlar con nosotras en las rocas. Trabaja en algún organismo de Conservación, y es conmovedor escucharlo hablar sobre su isla. En medio de la charla, sale a la superficie una preciosa tortuga boba a respirar. Echo de menos escuchar a gente así, que hable con pasión del medio natural, desde el convencimiento y el conocimiento.
No hay duda, aquí todos hablan con todos, se escuchan, se dedican tiempo y les interesa lo que el otro dice. Ya con esto, a mí me han conquistado. La conversación transcurre sosegada y cercana, se intuye un cariño inusitado. No hay desconocidos.
Decidimos ver el atardecer en la cala de Tacorón, un festival de colores rojizo, ocre, azul y negro, que forma parte de la Reserva Marina del Mar de las Calmas, al que se accede a través de carreteras serpenteantes que te anticipan el privilegio al que vas a asistir. Esta isla me mantiene enganchada con la emoción de cada curva que sorteo con el coche. No dejo de pensar en cuánto tiempo hacía que no viajaba de verdad. En que este año y medio nos ha pasado factura a todos, y es hora de salir del atolladero y empezar a reponerse. Las pulsaciones bajan, el estómago no se queja ni se hincha, la ansiedad de las preocupaciones permanece alojada en un lugar de mi cabeza que no estorba.
Cenamos tuppers con sobras de lo que no fuimos capaces de comer en los bares. Media viejita a la plancha, higos blancos, parchitas y manga troceadas. Hoy suena Ella Fitzgerald. Esta anfitriona nos ha prestado un legado musical de lo más molón.
Hoy nos despertamos con la idea de ir hacia el oeste, y conocer esa parte agreste y deshabitada de la isla. Comenzamos por Sabinosa, un pueblito alojado en lo alto de una montaña, al que se accede con paciencia y carreterita escarpada. Damos por fin con una bodega, la de Berta Hernández, y su vino HM Las Vetas. La curiosidad pero sobre todo las ganas nos llevaron a dar con una familia a punto de cocinar en medio de su finca un caldero de pescado y gofio escaldado, hecho con el caldo de cocer las cabezas. Como era de esperar, nos acogieron encantados, Herminio nos enseñó su bodeguita familiar, que ha conseguido premios importantísimos, y nos dio a probar su vino dulce licoroso. Conversando con uno de los hombres, que hacía pesca submarina, resulta que por un motivo u otro, teníamos conocidos en común en Bolonia. Salieron los meros, los borriquetes y los peces limón a escena.
Que nos habríamos quedado a comer con ellos ese caldero de mero y viejas, pues claro. Pero el gustazo igualmente nos lo llevamos, y nosotras acabamos comiendo en el único bar de toda esa parte de la isla (ni tiendas, ni rastro humano, nada). Nos ofreció queso asado con gofio, un Alfonsiño, un pescado semigraso difícil de encontrar en la península y muy cotizado por su carne jugosa, y un buen filete de tuna. Exquisito.
Nos dirigimos a la playa roja del Verodal, un lugar bellísimo, pero donde el baño está prohibido y el acecho de desprendimientos está avisado en un cartel a tu llegada.
Es hora de encaminarse a la Punta de Orchilla, donde Ptolomeo consideraba en el siglo II que el cielo se hundía en el mar, en el fin del mundo conocido. También, se decidió en el siglo XVII que fuera señalada en todos los mapas del mundo como el meridiano cero, y así fue hasta el XIX que fue sustituido por el de Greenwich. Ante estas expectativas, yo me moría por llegar.
Y así fue, hasta que las carreteras comenzaron a convertirse en desfiladeros y barrancos, a cada curva la pendiente se hacía más escarpada y la carretera más estrecha; el silencio que se mascaba dentro del coche nos llevó a hacer una parada técnica. ¿Nos volvemos? «Escúchenme, les aseguro que el atardecer merece la pena, vayan, pero les quedan 40 minutos de carreteras así». Estas fueron las palabras de aliento de un chaval y su novia en medio del desfiladero, que sirvieron para muy poco. Nos dimos media vuelta. Me agarré al volante como creo no haberlo hecho nunca, me concentré en un punto de la carretera que se alejaba de los márgenes, y sólo pensé «tú palante Estrella». Y así llegamos, entre risas atiborradas de adrenalina, sudor y ganas de gritar, a la única playa de arenas blancas de la isla, a reposar el numerito.
El viaje casi ha terminado, se respira en el ambiente la nostalgia anticipada. Es el último día y vamos a subir a primera hora cuando el sol aún está tímido el Camino de Jinama. Pero eso de que las cosas nunca salen como uno quiere es ley de vida, la alerta de incendios hizo que todas las rutas de montaña de la isla estuviesen clausuradas. Pero reconducimos bien el día y lo pasamos entre playas y calas maravillosas.
Esa tarde hicimos una cata de doce vinos en la bodega ecológica alemana. Este hombrecito nos dio a probar un despropósito de vinos exquisitos mientras nos contaba batallitas sobre su vida, las peripecias de un bávaro en el Hierro y la de premios que a lo tonto se está llevando, con su acento alemán cerrado, después de treinta años aquí. De fondo olía a masa horneada por su pareja, que se dedicaba a vender panes, dulces y comida ecológica en un lugar recóndito entre plantaciones de piña y plataneras. Y tú mientras tanto pensando que en unas horas, todo pasará a ser un cuento bonito que te cuentes cada vez que vuelva a sonarte el despertador en el duro invierno, cuando no le encuentres sentido a muchas cosas.
Esa noche Maribel nos invitó a cenar por su cumpleaños en el Volcán del Hierro. Después de semejante cata, optamos por beber agua desesperadamente y aparcar el vino. Pedimos una ensalada tropical y una parrillada de pescado que incluía un alfonsiño, viejas, bicudas, medregal (pez limón), mejillones gigantes, lapas y langostinos, con una ensaladita de col con pimentón. 22 euros. ¿Alguien puede creerlo? Y servido por una señora amorosísima, que me envolvió todas las papas arrugás que nos sobraron, para llevárnosla al viaje de vuelta.
Disfrute gastronómico para cerrar un viaje de mucha intensidad, en la línea argumental que intento seguir cuando nos dejan y saliéndome del guion en otras ocasiones, para no dejar de probar sensaciones potentes. Sigo perteneciendo más a este bando, al de los vividores, los apasionados, los emocionales. También eso me posiciona en un lugar más vulnerable, más expuesto, pero me da igual.
Un gustazo compartir tiempo y vida con mis compañeras de viaje, de las que he aprendido un poco más sobre las relaciones humanas. El arte de conversar en torno a la mesa, en un viaje en carretera al más puro estilo ruta 66, donde el tiempo pasa al ritmo que le place.
Esto que escribo no es mío, es de Enrique Vila-Matas, ya citado al inicio, y al que he leído últimamente: “Lo que nos conviene son ideas y una energía que sea diferente. Escuchar a los que formulan algo nuevo y decirles: “Ok, igual no acabo de entenderte, pero creo en lo que me propones, suena al menos diferente”.
Racionalizándolo todo, llego a la conclusión de que somos bastante previsibles, y que al final vamos buscando esa felicidad que nos contaron, ese reducto de placer y novedad entre tanta monotonía y problemas identitarios, hasta que aprendamos a convivir y aceptar nuestras miserias, y a pesar de todo, nos siga mereciendo la pena.
Inauguro esta nueva sección del blog, la Viajeteca gastronómica, dejándome llevar por la inercia de mis convicciones y la forma en la que entiendo la vida. A todo el que me conoce un poco, sabe que involucro casi todo lo que soy en viajar, comer y escribir, como parte intrínseca del proceso de búsqueda permanente de la felicidad. No, no creo en la felicidad de Mr. Wonderful, ni en el positivismo meloso. Veo la felicidad como un estado intermitente, súbito y fugaz, pero poderosamente hedonista, sublime. La felicidad se construye cada día, y convive inevitablemente con otros tantos estados oscuros del individuo.
Por eso, me gusta viajar. Porque durante ese periodo de tiempo en el que estoy fuera de los márgenes de lo previsible, experimento el placer y la belleza de lo desconocido. Si a eso le sumamos que viajar implica destapar la antropología de la alimentación de un pueblo, su manera de organizar la vida en torno a los recursos de los que disponen, etc… sólo me queda afirmar que viajar y comer, resulta una conjunción de significado provocador.
Una de las intenciones más solemnes que debe el viajero hacer, es acercarse a un pueblo a través de su comida, en tabernas, mercados y calles inesperadas, charlando con su gente. Puede ser un buen comienzo para alejarse del turista.
REFLEXIONES SOBRE EL PLACER. SICILIA.
Cuando supe que haría este viaje, pasé unos meses sumergida en la lectura de cuantos placeres podría encontrar en este lugar del Mediterráneo. Sin duda, una especie de tótem gastronómico para aquellos que vivimos atados a ese manifiesto insolente del arte de comer. He pasado noches soñando literalmente con algunos platos de comida, he hecho infinitas anotaciones sobre ingredientes que probar y mercados que curiosear…
Sicilia hay que servirla en mesa con viejo mantel de cuadros, platos y cubiertos de otra época, sin más protocolo que el acto deliberado de comer. Sicilia sabe a alcaparra, aceituna negra, berenjena y tomate; se adereza con ajo, albahaca, hinojo y orégano, y en sus platos no falta el pistacho, la almendra o los piñones. La ricotta, la burrata y la mozzarella, serán siempre bienvenidas en cualquier antipasto, a los que añadirán unos encurtidos de alcachofas y algún prosciutto crudo. El pez espada, las sardinas y las gambas, son los verdaderos reyes del mar. Y junto con un buen vino Nero d´Avola, el banquete, está servido. A los postres, vamos luego. En la mesa se habla poco y se disfruta mucho, a lo sumo, algún gesto armónico con las manos que será entendido de manera satisfactoria por el creador de la obra. La comida es sagrada.
Comenzamos en Catania, en el Mercato de la Pescheria, un lugar del que no puedes salir indiferente. Caños de agua sanguinolenta riegan la plaza y las calles aledañas, al son de los gritos de comerciantes, cabezas de pez espada exhibidas en los puestos, y rostros que recuerdan a otro tiempo.
Ese día comimos en una Putia, algo así como una taberna donde probar comida local en un ambiente distendido. Esa tarde tuve ocasión de probar el mejor gelato di pistacchio de mi vida.
Se hace necesario deleitarse con la historia milenaria, su fastuosidad decadente, la belleza que mana de edificios desvencijados y el pretendido arte kitsch de iglesias metalizadas y luces de neón, vírgenes callejeras con bombillas de navidad, y novios camino del altar, luciendo pretenciosos trajes con piedras brillantes.
Recorriendo el Parco Naturale regionale delle Madonie, pienso en la elegancia y delicadeza de Cinema Paradiso, y me traslado a algunos de sus pueblos más rurales, para entender algo mejor su esencia. El verdadero corazón de Sicilia no está en sus márgenes costeros donde arriban manadas de turistas y se desatan las carteras; la esencia hay que buscarla en el interior, entre inmensos viñedos, olivares y casas de piedra.
La bella Taormina, en lo alto del Monte Tauros, me recordó inevitablemente a lindísimos pueblos como Vejer o Mojácar, que en la actualidad han quedado como expositores turísticos despersonalizados. En una terraza bohemia con aires hispánicos y con camareros de nuevo entregados a ti, pedimos un antipasti siciliani, que consistía en un plato muy consistente de verduras: alcachofas encurtidas, aceitunas negras y verdes aliñadas, parmiggiana di melanzane, caponata y calabacines rebozados. Para compartir, raviolis rellenos de berenjena y ricotta, con una salsa de tomate al vino blanco y taquitos de pez espada. ¡Arrebatador! Y no, las cantidades no son pequeñas, así que lo mejor para sobrevivir a la digestión nocturna es pedir un plato para dos. Para beber, un vino Prosecco, cuya fama mundial le resta autenticidad. Espumoso, ligero y con aromas cítricos, cabe pensar en la comparación con el champagne, sin llegar lógicamente a serlo.
Tenía ganas de conocer Marzamemi, había leído sobre su festival de cine, y me daba la sensación de un pueblo lleno de vida local debido a la pesca tradicional del atún, la Tonnara, como parte indisoluble de su historia y economía. A mediodía, il preludio. Consigo por fin hacerme con una burrata en mi plato, solas frente a frente. Llevaba meses soñando (literalmente) con ella, con la textura cremosa y suave que recuerda a la mantequilla, y el relleno de crema de leche en su interior de esa bola pecaminosa. Si eso no fuera suficiente, como piatto principale, gnocchi con gamberi e pesto di pistacchi. Una apoteosis. Una combinación de sabores que jamás habría imaginado, y el crujiente final del pistacho tostado en la boca…
Si no nos movíamos un poco, probablemente el hedonismo se vería seriamente cuestionado. Caminamos varios kilómetros para llegar a una cala tranquila. Nos quedamos allí unas horas, disfrutando de la quietud de la tarde. Y te das cuenta que en la vida, lo único que prevalece en el tiempo es eso, pequeños instantes en los que todo se detiene. No me importa qué pasa a mi alrededor, sólo me centro en ese estado de placer que mana de mi interior, y que no soy capaz, ni quiero, controlar. Y es precisamente esa ausencia de razón, lo que lo hace auténtico. Tengo derecho a ello, todos lo tenemos. A nadie debería negársele el placer. Resulta una castración absoluta del individuo.
Supe del Caffè Sicilia (Noto) por un documental sobre cocineros que apuestan por lo auténticamente local. Utiliza sólo ingredientes locales, manteniendo el sabor natural de cada alimento, sin adulterarlo; claramente la almendra es la protagonista. Recuerdo verlo cómo preparaba la granita alla mandorla, una de las especialidades dulces sicilianas a base de kilos de almendra, agua y poco azúcar.
No busques refinamiento en su salón ni elegancia en sus paredes, sencillamente, siéntate a disfrutar de una cassata siciliana y dale un mordisco al crujiente tostado del cannolo de ricotta. Como aquella escena de El Padrino, en el que uno de los capos de la familia Corleone, le dice a su chófer, tras matar al traidor: “Leave the gun, take the cannoli”.
Módica me ha resultado el lugar más impactante de todos en cuanto a belleza artística se refiere. Con esto, posiblemente me meriende cualquier guía de viaje que ensalce el barroco, bizantino o normando de no sé cuántas iglesias y catedrales sicilianas; está bien salirse un poco de los guiones tan previsibles. Escondida en una callejuela preciosa, encontramos la fábrica de chocolate más antigua de toda Sicilia. El chocolate llegó en el siglo XVII de mano de los españoles que colonizaron la isla, y mantuvieron los mismos métodos de elaboración de los aztecas. La característica de este chocolate es la textura terrosa y rugosa, que lo aleja mucho de la imagen cremosa que tenemos de una tableta.
Una mañana me aventuré en busca del mercado de Ortigia. Había oído hablar de un puesto donde se preparan esperpénticos bocadillos, de la mano de Andrea, il capo del panino... Un tipo genial que inventa con cada cliente un relleno distinto para el bocadillo. Todo vale. Pero la base indiscutible son las toneladas de mozzarella fresca y ricotta que una donna fornida va reponiendo sin cesar (bandejas de 20-25 bolas gigantes de mozzarella fresca en salmuera pululaban ante mis ojos). Me detuve a comprar hierbas aromáticas para preparar la pasta alla norma, couscous di pesce y cómo no, me hice con una buena cantidad de alcaparras, tomate seco y pistachos de Bronte.
En Sicilia, los camareros se sientan contigo a la mesa a explicarte el menú, involucrándose casi emocionalmente en la elección de tus platos. Y esta ocasión en Agrigento, fue apoteósica, una obra de teatro que sólo los italianos saben protagonizar. Me dejó absorta la entrega absoluta del cocinero para que sus platos fuesen perfectos, saliendo a preguntarte directamente, con cierto nerviosismo, mientras iniciaba la coreografía de sus manos: È buono, o no, eh? Tras degustarlo lentamente e identificar sabores que ni siquiera esperas, la expectación se hace insufrible para él, ojiplático, te mira, traga saliva, y tú le contestas: Antonio, è fantástico!! Y el resto, hay que estar allí para comprenderlo. Yo nunca había asistido a semejante espectáculo improvisado.
El menú, por si alguien quiere unirse a la fiesta: maccu di favi al finocchietto (suave crema de habas con hinojo, para untar en tostaditas, uno de los descubrimientos más potentes del viaje), Bucattini con una salsa inesperada compuesta de almendra, pistacho, boquerones, mojama y alcaparras. Y por último, Involtini de pesce spada (rollitos de pez espada rellenos de una pasta de piñones, pasta de albahaca, ajo, orégano y pistacho) con reducción de Nero d´Avola y naranja.
Siento que quiero llorar, o quizás ya lo estoy haciendo.
Palermo, la meca de la comida callejera (cibo di strada). Esta ciudad no se puede comprender en un día, resulta desconcertante. “Una ciudad donde la negligencia y la belleza van de la mano”. Espléndidos palacios desconchados de pasado barroco y árabe, en medio de aromas a berenjena y pescado. Decrépitos edificios, vencidos por el paso del tiempo, una belleza decadente que atrapa, y que al mismo tiempo esconde una historia de silencio, miedo y coacción.
Palermo y sus mercados callejeros, Ballarò, del Capo y de la Vucciria, en los que, tras hurgar hasta el último rincón, debe uno ser curioso y sentarse en cualquiera de los bares que hay en el mercado. El repertorio es infinito. A saber, arancini, panelle, parmigiana di melanzane, sarde di beccafico, involtinis de berenjenas, caponata… Mientras esperamos la comida, una virgen adornada con luces de navidad y muñequitos de colores, nos mira atentamente desde la pared de frente; los frutti-vendolos (camioncitos pequeños, o motos pegadas a un camioncito) pululan ante nosotros cargados hasta arriba de sandías, el trapicheo baila al son de los gritos del mercado, y un grupo de 4-5 camareros cabreados y aparecidos de la nada, rodean la mesa de un guiri, que se atrevió a reclamar que la cuenta estaba mal. Contemplamos atónitos el escenario surrealista en el que nos encontramos. Los botellines están vacíos. Pedimos otros dos. La tarde acaba de empezar.
Si tuviera que visitar cada piedra antigua y bella de Palermo, no tendría vida suficiente. Pero no comulgo con las masas de turistas robotizados a granel, y me resulta especialmente insoportables verlos posar delante de cualquier cosa. Es por ello que pasé bastante poco tiempo en cada lugar y mucho contemplando a la gente.
Había leído sobre una antigua focacceria que además de preparar la auténtica comida callejera palermitana, se ha hecho famosa por plantar cara a la mafia, y negarse a pagar el pizzo. Cualquier persona que viene de fuera, fantasea con la idea de Al Capone. Sicilia y en concreto Palermo, no es solamente la mafia, pero por desgracia, sigue deliberadamente presente en sus vidas. Lo cierto es que el dueño de esta focacceria vive oculto en la actualidad, sin poder llevar nunca más una vida normal. Leí que a día de hoy, el 70% de los empresarios sicilianos continúan pagando el pizzo. La mafia de los tiroteos en la calle quedó atrás, actualmente articula una red de corrupción maquillada desde la política, en la que sigue teniendo el control.
Con esa idea rondándome la cabeza, degustábamos alguna de sus especialidades en formato tapa: los arancini rellenos alla norma (croquetones enormes), el sfincione palermitano (pizza muy gruesa y jugosa), y una scacciata rellena de prosciutto y rúcula (emparedado grandote). No me atreví a probar la especialidad de la casa, lo confieso, el pani ca meusa, un bocadillo de bazo y pulmón guisados, a modo de carnecita en salsa…
La influencia tunecina se deja ver en el oeste de Sicilia con el couscous di pesce, que es fácil encontrarlos en la zona de Trapani. También por allí es común encontrar la pasta con pesto alla trapanese (tomate, ajo, albahaca, almendra) y el vino dulce de Marsala.
Pasé la última mañana en Catania. Volví allí para seguir rondando sus viejas calles. El carácter de los sicilianos no se diferencia demasiado del nuestro en cuanto a la convivialidad, la facilidad en el trato y la ausencia de formas preestablecidas a la francesa. Sin embargo, hay algo que me llama poderosamente la atención, y es el atraso que se palpa en cuanto al conservadurismo, patriarcado y machismo.
Tras mucho vagar sin rumbo en un día de calor, me siento en una terraza mientras disfruto del último plato del viaje. Elijo pasta alla norma, porque la potencia de su sabor me deja perpleja ante la sencillez de sus ingredientes: tomate, berenjena, ricotta y albahaca. No quiero antipasto, no quiero vino, no quiero postre. Sólo agua, gracias. Quiero poder comer despacio, que dure eternamente. Mientras tanto, escribo en mi cuaderno y observo a la gente de mi alrededor.
La primera vez que vi La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, pensé no haber comprendido nada. Luego me di cuenta que esta película es un aprendizaje en sí mismo. En este viaje, me he pasado buena parte del tiempo sentada a la mesa frente a obras de arte gastronómicas que me han hecho llorar, comprendiendo una vez más que una misma realidad puede ser deprimente y exultante a la vez, que la mayor parte de la vida transcurre entre el hedonismo y el hastío. Como esa famosa reflexión de Louis-Ferdinand Celine, en Viaje al fin de la noche: “Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas”.
Desde pequeña estuve rodeada de estímulos relacionados con el placer de la comida y la filosofía que ampara este arte; un placer del que por supuesto, yo aún no era consciente. Llegaron a mis manos libros de cocina natural y vegetariana al mismo tiempo que practicaba en la cocina, casi sin sobrepasar mi cabeza la altura de la encimera, la alquimia de los bizcochos chamuscados. Hablo de una época en la que las algas nori, el tofu o el umeboshi eran ingredientes que, al menos en Sevilla, no hallabas por más que tu libro de cocina lo exigiera impunemente.
Y es que yo no sé cómo no he salido aún más tocada de mi infancia... Una madre discípula de la revista Integral que añadía polen de abejas a los batidos de fruta matutinos antes de ir al colegio, y envolvía los bocadillos en papel de estraza cual cartucho de boquerones (por mencionar un ejemplo); un padre que añadía a tales pedagogías quiméricas frases del tipo “no quiero verte comiendo más chucherías, ¡no ves que eso es petróleo puro!” y como no, algunos de los amigos neo-hippies de los años universitarios de mi madre, que me hablaban de sésamo en lugar de sal en las ensaladas, y venían a casa a explicarnos cómo reducir, reutilizar y reciclar mientras horneaban bizcochos de zanahoria en mi cumpleaños, ante la atónita mirada de mis amigas.
A finales de los ochenta y principios de los noventa, todo esto constituía un snobismo delirante que me hacía sentir una extraterrestre frente al resto. Menos mal que el consuelo de tontos existe, y al menos a mis hermanos les tocó vivir lo mismo. Y yo lo que anhelaba era un phoskitos en el recreo, como los demás…
El lugar donde nací ha supuesto para mí una fuente de inspiración.
Echo la vista atrás, y me pregunto por qué la nutrición. Creo que en gran medida, me impactaron ciertas vivencias protagonizadas por un manchego afincado en Madrid y gran amigo de la familia, idealista y soñador, que proclamaba ideas delirantes sobre ecologismo y medio ambiente, en unos años complicados en los que exigir un contenedor de papel reciclado en tu barrio alimentaba las carcajadas de los contertulios.
Y es que para mí, la alimentación constituye un argumento en sí mismo. No estudié la carrera por otro motivo que no fuera el de darme la oportunidad de materializar una idea persistente en mi cabeza: acceder al conocimiento a través del alimento.
Decía Nietzsche, en su Ecce homo: "Existe una cuestión que me interesa de modo especial, y de la que depende la salvación de la humanidad, mucho más que de cualquier otra sutileza de teólogo. Es la cuestión de la alimentación".
Enfocarla desde un único punto de vista sería un error, debemos extrapolarla a cualquier aspecto de lo que somos. La dudosa sostenibilidad ambiental tras la producción alimentaria masiva, la investigación e innovación que nos permiten avanzar y mejorar, el acceso a los recursos básicos como el agua o el cereal en una parte del planeta, mientras en otra la ansiedad y el estrés hacen de la comida una vía de escape. ¿Por qué si no la alimentación ha sido el origen del conflicto entre tribus, el motivo por el cual trasladamos nuestra vida allá donde haya alimento, o cada cultura se caracteriza precisamente, por su forma de comer?
Viajar o leer no es suficiente, para comprender a un pueblo es necesario probarlo y empaparse de él por todos los poros de la piel. El cuerpo es la única vía de acceso al conocimiento. Y eso es lo que quiero transmitir.
Marvin Harris explica esto muy bien en su libro Vacas, cerdos, guerras y brujas, y es que, tras la aparente nimiedad del acto de comer, se esconde el sentido de nuestra vida.
Una amiga, citando a un escritor norteamericano y a la que agradezco profundamente su aportación desde la otra punta del mundo, me escribió:
“Anything that gets your blood racing is probably worth doing”
Si hay algo por lo que brota pasión, probablemente merezca la pena...