Como ANEXO del relato Viaje a las montañas (y cocinas) del Cáucaso y Kurdistán dejo aquí una serie de platos encontrados a lo largo del camino.
Escribo esto para recordar la pasión que siento al sumergirme en otras culturas, perdiéndome entre mercados, sentándome a la mesa con personas que quisieron compartir conmigo aquello que forma parte de su realidad más cotidiana. Y siento que debo yo ahora compartir lo aprendido.
Puedes también consultar este RECETARIO que hice, en homenaje a muchos de los platos y aprendizajes que me llevé conmigo de vuelta, y al profundo amor que le tengo a la gastronomía de Oriente Medio y Próximo.
GLOSARIO DE COMIDAS GEORGIANAS QUE EN ALGÚN MOMENTO TUVE EL GUSTO DE PROBAR:
GLOSARIO DE COMIDAS TURCAS QUE TUVE OCASIÓN DE PROBAR:
La comida callejera en Turquía es muy común, y en Estambul los carritos de comida están por todas partes. Obviando el omnipresente Kebap, que a decir verdad, me gusta pero me cansa, es posible ir más allá y encontrar otras comidas que también merecen mucho la pena.
Laura Barrachina, en una entradilla de su programa El Ojo crítico, de Radio Nacional.
Como continuidad a algo que empecé a escribir hace un tiempo, recopilo aquí anotaciones que fui haciendo en un viaje al Cáucaso (Georgia) y Kurdistán (extremo oriental turco, en frontera con Armenia e Irán), aprovechando trayectos en furgoneta y trenes, madrugadas acurrucada en el saco y despierta por el viento que azotaba la tienda y amaneceres en altura en los que el silencio hipnótico me estimulaba a escribir. Ahora las reúno dándoles forma de relato.
Inicio mi viaje. Miro a la ventana y no consigo ubicarme en esta libertad que me ha sido otorgada por calendario. Nos pasamos la vida trabajando. Pero al final, las cosas que de verdad perduran y te llevarás, nada tienen que ver con eso. Reivindico un poco de tiempo para ser consciente de algo, por ejemplo, de lo inminente que está a punto de pasar.
Imagino la posibilidad de llamar a las puertas de la gente de esos pueblos para pedir cama y comida. Pienso que el dinero entregado así dignifica, si es que eso es posible, esta locura de viajes y gentrificación a la que hemos llegado.
El Cáucaso es una de las regiones más variadas del mundo en lo que respecta a su composición étnica. Cohabitan allí decenas de pueblos, algunos presentes desde hace miles de años, otros llegados desde hace algunos siglos, como los rusos. Se practican al menos siete religiones: judía, cristiana (ortodoxa), islámica (sunita, chiita), bahaísmo y budismo.
La cocina georgiana tiene influencia mediterránea, persa, otomana y mongola. Cuando leí esto, me explotó la cabeza. Pienso en los guisos de carne que probaré, las berenjenas en mil variantes, el cerdo marinado en jugo de granadas o las remolachas encurtidas, acompañados de ensaladas de tomate, pepino y nueces con ese aliño de ajo, nueces y cilantro.
Rumbo a la región de Svaneti
Después de negociar y esperar desde las 6 de la mañana, conseguimos por fin dirigirnos en una furgoneta hacia Mestia, ya a muy pocos kilómetros de la frontera con Rusia.
Las repúblicas post soviéticas siguen desprendiendo rudeza, seriedad y tristeza en los rostros. Tu sonrisa aquí no es atributo valorado. Tampoco el inglés, les espanta. Basta con aprender algunas palabras suyas, y todo fluye.
En el hostel de Tbilisi, conversamos largas horas y compartimos vino de la tierra (Saperavi) con un ruso y un azerbaiyano, ambos emigrados políticos, cuyas historias, comprenderéis, no son fáciles de digerir ni olvidar. Del primero, sé que abandona definitivamente su país por convicción, para alistarse en el ejército ucraniano, y alcanzar, si es que eso es posible, algo de coherencia entre toda esta locura de conflicto. Del segundo, que viaja sin destino fijo, con parada por el momento en Georgia. Ambos huyen. Me pregunto cuántos de nosotros, en cierto modo, también.
Escribo esto desde una vieja Mercedes que me levanta del asiento a cada bache, en una carretera que se prevé entretenida, atestada de personas y equipajes. Hay un olor desagradable a gasoil que me tiene aturdida, nadie habla, he dormido muy poco y ni siquiera llevo un café en el cuerpo. Nos esperan nueve horas de trayecto aún hasta llegar al pueblo.
Ayer nos perdimos en un mercado de ésos donde transcurre la vida, la de verdad, alejada del centro acomodado de Tbilisi. Mucha fruta de verano, tomates de extraordinaria calidad, atados de hierbas que usan para todo (mejorana, cilantro, mostaza, manzanilla...), nueces, queso fresco salado, pan de maíz y miradas desconcertadas que se preguntan qué haces allí.
Leo a un periodista que escribe sobre la gastronomía georgiana, «no soy muy de dulces, pero probé el churchkhela y está para empadronarse en Tiflis».
Tbilisi es una mezcla explosiva entre lo nuevo y lo decadente, la herencia comunista y la religión. Esta ciudad merece ser deambulada como si la cosa no fuera contigo, para poder perderte entre sus callejuelas que te llevan a patios interiores, corralas de casas de vecinos entre escaleras, y vegetación que brota intensamente de cualquier resquicio.
Así, puedes por ejemplo conocer un artista que dibuja en una plaza imbuido por su silencio, conversar con él y observarlo hacer mientras te pide que aguardes un momento, «el tiempo de ir a buscar unos helados», para prolongar todo lo que sea posible ese momento. Al despedirnos, nos miramos fijamente con una extraña tristeza nacida por esa conexión tan poco habitual que se produce en las personas a veces. Y una vez más el silencio.
Estamos rodeadas de cincomiles y glaciares por todos lados. Un espectáculo. Por delante muchas horas de camino y conversación, y también silencios. Ésos, que tanto anhelo y valoro cuando aparecen repentinos, sin quererlos espantar con charlas triviales.
«En esos momentos entiendo a los que me preguntan por qué subo montañas, por qué asumo unos riesgos que parecen inútiles. No sé bien qué contestar. Sólo sé que hay un motor invisible que me arrastra hacia ellas y me impulsa a la cumbre. Subir montañas me hace estar conectada con la vida».
Después de caminar casi 20km bajo un calor asfixiante, llegamos a Zhabeshi y pedimos cama y cena a una mujer, Lali, que nos marcará el resto del viaje. Definitivamente, la gente de la montaña es muy diferente a la capital.
Unos iraníes duermen también en esa casa. Pero no preguntamos. A Lali no le gustan demasiado, baja la voz cuando nos relata algo sobre ellos, pero no alcanzo a entender una sola palabra.
Lali vive en Zhabeshi, aunque en realidad su vida la dejó atrás en Abjasia, de donde salió huyendo. Es una región independentista al oeste de Georgia, actualmente ocupada por Rusia. A su hermana la mataron los rusos. Nos cuenta esto derramando lágrimas, pero con la fuerza de alguien que sigue adelante, porque tampoco le queda otra.
Son las seis en punto de la mañana. Me asomo por la ventana, y tras una cortinilla tejida a mano, la veo a lo lejos ordeñando las vacas para desayunar, tendiendo la ropa y amasando una de esas masas georgianas que a continuación horneará. Huele a pan y café turco. El sol empieza a salir. Es en estos momentos cuando encuentro sentido a todo.
En una ocasión del viaje, compartimos mesa con una pareja parisina (moderno-cultureta) y otra británica (él entusiasta conversador, ella resignada a caminar; ambos viajan con el hermano de ella, un tipo casi mudo que mira al suelo todo el rato). Hablan compulsivamente sobre esto y aquello, sus méritos, sus infinitas estancias por trabajo en lugares exóticos, que los sitúan, claro, en la esfera de lo snob. No me interesa lo más mínimo, no entiendo por qué la gente necesita hablar tanto (de sí mismos) en un lugar como éste, que ya habla por sí solo. De repente, tengo muchas ganas de levantarme de allí.
Me pierdo en la sopa especiada que estoy comiendo con un hambre terrible y por un momento, dejo de estar en esa mesa.
No creo que nos separen ni 20 km con la frontera rusa, en concreto la República de Kabardia-Balkaria, al norte de las montañas del Cáucaso, con alturas de cinco mil metros.
Leo frente a las montañas, frente el Kazbek nada menos, la segunda cumbre más elevada de Georgia después del Elbrus. Me encuentro ahora en la frontera con Osetia del norte. No dejo de lado a Rusia en todo este viaje.
Leo, mientras paso una mañana tranquila con los pies en alto descansándolos, en el balcón de la casa de una señora que nos trata bien.
Leo, porque casi nada es casual en esta vida, un fragmento de un ensayo, El Informe, que me lleva aún más a plantearme la necesidad de repensar toda esta vorágine de tiempo, trabajo y vida (Remedios Zafra, 2024).
Sumergirse en el Kurdistán.
Una infección alimentaria nos ha hecho a seis de los ocho compañeros arrastrar diarreas, vómitos y fiebre durante varios días.
La madrugada que subimos a cumbre en el campamento 2, tengo fiebre, náuseas, vómitos y diarreas. Lloro sola dentro de la tienda. Y sólo se me ocurre en ese momento sacar mi cámara y fotografiarme. No sé por qué hago eso. Ese día duermo más de doce horas metida en una tienda en la que el viento azota con violencia. Tampoco sé cómo ocurre esto.
Estoy débil. Me siento en una piedra, bien abrigada, a contemplar el panorama que tengo ante mí. Estoy en la frontera con Armenia e Irán.
Mustafa se sienta a mi lado, hay algo en su manera de estar que me atrapa, desprende elegancia. No habla inglés. Pero en ese momento, agradezco profundamente no hablar. Me cuida en silencio. Sé que hay algo en mí que le hace sentir cómodo. Me trae limones para que los coma a mordiscos, a pesar de mi negativa. Insiste. No piensa renunciar. Y más tea with lemon. No sé cuántos litros habré bebido. Miramos el horizonte que tenemos ante nosotros. No se escucha un alma, más allá de los córvidos que nos sobrevuelan. Cada cierto tiempo, señala mi barriga y me dice: «Good?» Y yo le regalo una sonrisa tierna y desvaída, «no good Mustafa… but no problem».
Así pasan horas, muchas.
Esa noche cenamos como despedida en casa de la familia de Yusuf, nuestro guía querido. Varias mujeres preparan pollo y verduras en una parrilla, sopa de yogur y tomillo y unas ramitas con hojas verdes silvestres parecidas a los berros, que la señora, al captar mi interés, me las mete rápidamente en un panecillo, y me las ofrece. Ella no come. Sólo nos observa atenta para satisfacernos. De nuevo esa incomodidad. Esta vez no les insisto más.
Reímos, bailamos, somos bien recibidos, pero no olvido en ningún momento que no somos más que un grupo de extranjeros acomodados en pleno Kurdistán. Y la casa donde estamos cenando, está cercada por militares con metralletas, en algo parecido a un asentamiento protegido, en plena frontera armenia.
El extremo oriental de Anatolia es reducto para viajeros de los márgenes. El turismo mayoritariamente se detiene en la Capadocia y no avanza más al este.
ANOTACIONES APRENDIDAS EN EL CAMINO:
Si te interesa seguir leyendo sobre la gastronomía de esta zona, puedes consultar los ANEXOS DEL RELATO:
Glosario de comidas encontradas en el camino: Cáucaso y Kurdistán
Oriente Próximo, un territorio de enorme trascendencia para la humanidad, cuna de lo que somos hoy. Utilicemos además su acepción para delimitar un conjunto de países en torno al Mediterráneo, situados en el extremo más occidental de Asia. Egipto, Israel, Palestina, Jordania, Líbano, Irán…
Déjense llevar e imaginen un mundo infinito de estímulos sensoriales producidos por esta fusión de sabores mediterráneos y magrebíes, estimulados por un clima y una luz privilegiados. Cada plato entraña una historia milenaria.
Valiéndome ahora de términos generales, los países del Mediterráneo disfrutamos de una cocina muy arraigada a las tradiciones clásicas. Fenicios, griegos, romanos, árabes… Conquistas de ejércitos, pero también importantes rutas comerciales, hicieron que se difundieran innovaciones culinarias de un país a otro del Mediterráneo, dejándonos un legado considerado hoy como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Los principales cultivos: trigo, vid y olivo, originan las bases de la cocina mediterránea. Vegetales frescos, cereales y legumbres, pescado fresco mucho más que carne, y productos lácteos. Con estos ingredientes, podemos diseñar una dieta de inmejorable calidad nutricional y sabores excelentes.
La actitud de los mediterráneos con respecto a la comida es lo que hace que su modo de comer resulte tan saludable. Se emplea casi tanto tiempo en prepararla como en comerla y degustarla. Y por supuesto, la generosidad y ofrecimientos en torno a la mesa, han de ser entendidas como un derecho y obligación. En el Mediterráneo, la comida se toma en serio.
Uno de los grandes placeres que supone la comida es hacer la compra en los mercados que proliferan en las calles, en muchas ciudades y pueblos. La cocina se basa en los productos locales y de temporada. La riqueza de sus platos radica en preparaciones culinarias sencillas, que permitan no robar protagonismo al sabor original de cada alimento.
En estos países, una buena manera de empezar una comida, está fundamentada en los mezze. Unas tapas elaboradas y muy variadas servidas en platos pequeños, acompañadas de pan de pita y alguna bebida. Hummus, tahini, falafel, baba ganush… Confieso y declaro sin miramientos mi pasión ilimitada hacia esta cocina.
Tuve la suerte de asistir en Turquía a un instante gastronómico que consiguió llenarme de delirio y de vida. Lo recuerdo bien, el aroma salado del mar de Mármara en la noche, la llamada al rezo en pleno Ramadán, el esplendor de las montañas de especias, y la multitud de platitos con delicias culinarias que me rodeaban... Experiencias estéticas y sensoriales fundamentales para entender la vida.
Por revivirlas de nuevo, dejo aquí para provecho del lector, una propuesta para hacer de una velada una experiencia estética y sensorial: Baba ganush, o paté de berenjena y sésamo, con un pan de pita, y de fondo, percusiones, cuerdas y cantos que nos hagan viajar... Advierto a todo aquél, que esta receta es personal, y puede diferir parcialmente de la original...
Ingredientes
Cortar la berenjena en dos mitades y añadir sal por encima. Dejar reposar 20 minutos para que el amargor vaya desapareciendo. Luego enjuagar bien y secar. Saltear en una sartén la berenjena pelada y cortada en dados, hasta que esté al dente. En un vaso de batidora, mezclar la berenjena, el tahini, el yogur y el limón. Batir hasta que quede bien emulsionado, añadiendo al final una cucharada de aceite de oliva virgen. Colocar en un recipiente pequeño y espolvorear el pimentón molido.
La berenjena es una hortaliza que aporta escasa cantidad de hidratos de carbono y es muy poco calórica, constituyendo una base excelente para un paté vegetal. Como ingrediente estrella, el sésamo (o ajonjolí), una semilla milenaria cultivada desde los tiempos de Ramsés III. Nos aporta elevada cantidad de calcio, zinc, hierro y fibra, además de aminoácidos esenciales (en especial Metionina, de la que carecen las legumbres. De ahí lo interesante de mezclar, por ejemplo, garbanzo y sésamo, en el hummus); gran cantidad de vitaminas del grupo B y E, siendo esta última un muy buen antioxidante para nuestro cuerpo. Por otro lado, su aportación de grasas poli y monoinsaturadas y lecitina, le otorgan un poder hipocolesterolemiante y cardiosaludable. Hay infinitas formas de utilizar el sésamo en la cocina. Ahora bien, el hecho de aportar semejantes beneficios no le exime de ser un alimento eminentemente graso y calórico, que nos lleva a consumirlo en cantidades muy moderadas.
Este paté debe ser disfrutado sin prisas. El tiempo se para, y tú con él, sería una ofensa no dedicarle la intensidad que precisa. Oriente Próximo a tus pies…