Laura Barrachina, en una entradilla de su programa El Ojo crítico, de Radio Nacional.
Como continuidad a algo que empecé a escribir hace un tiempo, recopilo aquí anotaciones que fui haciendo en un viaje al Cáucaso (Georgia) y Kurdistán (extremo oriental turco, en frontera con Armenia e Irán), aprovechando trayectos en furgoneta y trenes, madrugadas acurrucada en el saco y despierta por el viento que azotaba la tienda y amaneceres en altura en los que el silencio hipnótico me estimulaba a escribir. Ahora las reúno dándoles forma de relato.
Inicio mi viaje. Miro a la ventana y no consigo ubicarme en esta libertad que me ha sido otorgada por calendario. Nos pasamos la vida trabajando. Pero al final, las cosas que de verdad perduran y te llevarás, nada tienen que ver con eso. Reivindico un poco de tiempo para ser consciente de algo, por ejemplo, de lo inminente que está a punto de pasar.
Imagino la posibilidad de llamar a las puertas de la gente de esos pueblos para pedir cama y comida. Pienso que el dinero entregado así dignifica, si es que eso es posible, esta locura de viajes y gentrificación a la que hemos llegado.
El Cáucaso es una de las regiones más variadas del mundo en lo que respecta a su composición étnica. Cohabitan allí decenas de pueblos, algunos presentes desde hace miles de años, otros llegados desde hace algunos siglos, como los rusos. Se practican al menos siete religiones: judía, cristiana (ortodoxa), islámica (sunita, chiita), bahaísmo y budismo.
La cocina georgiana tiene influencia mediterránea, persa, otomana y mongola. Cuando leí esto, me explotó la cabeza. Pienso en los guisos de carne que probaré, las berenjenas en mil variantes, el cerdo marinado en jugo de granadas o las remolachas encurtidas, acompañados de ensaladas de tomate, pepino y nueces con ese aliño de ajo, nueces y cilantro.
Rumbo a la región de Svaneti
Después de negociar y esperar desde las 6 de la mañana, conseguimos por fin dirigirnos en una furgoneta hacia Mestia, ya a muy pocos kilómetros de la frontera con Rusia.
Las repúblicas post soviéticas siguen desprendiendo rudeza, seriedad y tristeza en los rostros. Tu sonrisa aquí no es atributo valorado. Tampoco el inglés, les espanta. Basta con aprender algunas palabras suyas, y todo fluye.
En el hostel de Tbilisi, conversamos largas horas y compartimos vino de la tierra (Saperavi) con un ruso y un azerbaiyano, ambos emigrados políticos, cuyas historias, comprenderéis, no son fáciles de digerir ni olvidar. Del primero, sé que abandona definitivamente su país por convicción, para alistarse en el ejército ucraniano, y alcanzar, si es que eso es posible, algo de coherencia entre toda esta locura de conflicto. Del segundo, que viaja sin destino fijo, con parada por el momento en Georgia. Ambos huyen. Me pregunto cuántos de nosotros, en cierto modo, también.
Escribo esto desde una vieja Mercedes que me levanta del asiento a cada bache, en una carretera que se prevé entretenida, atestada de personas y equipajes. Hay un olor desagradable a gasoil que me tiene aturdida, nadie habla, he dormido muy poco y ni siquiera llevo un café en el cuerpo. Nos esperan nueve horas de trayecto aún hasta llegar al pueblo.
Ayer nos perdimos en un mercado de ésos donde transcurre la vida, la de verdad, alejada del centro acomodado de Tbilisi. Mucha fruta de verano, tomates de extraordinaria calidad, atados de hierbas que usan para todo (mejorana, cilantro, mostaza, manzanilla...), nueces, queso fresco salado, pan de maíz y miradas desconcertadas que se preguntan qué haces allí.
Leo a un periodista que escribe sobre la gastronomía georgiana, «no soy muy de dulces, pero probé el churchkhela y está para empadronarse en Tiflis».
Tbilisi es una mezcla explosiva entre lo nuevo y lo decadente, la herencia comunista y la religión. Esta ciudad merece ser deambulada como si la cosa no fuera contigo, para poder perderte entre sus callejuelas que te llevan a patios interiores, corralas de casas de vecinos entre escaleras, y vegetación que brota intensamente de cualquier resquicio.
Así, puedes por ejemplo conocer un artista que dibuja en una plaza imbuido por su silencio, conversar con él y observarlo hacer mientras te pide que aguardes un momento, «el tiempo de ir a buscar unos helados», para prolongar todo lo que sea posible ese momento. Al despedirnos, nos miramos fijamente con una extraña tristeza nacida por esa conexión tan poco habitual que se produce en las personas a veces. Y una vez más el silencio.
Estamos rodeadas de cincomiles y glaciares por todos lados. Un espectáculo. Por delante muchas horas de camino y conversación, y también silencios. Ésos, que tanto anhelo y valoro cuando aparecen repentinos, sin quererlos espantar con charlas triviales.
«En esos momentos entiendo a los que me preguntan por qué subo montañas, por qué asumo unos riesgos que parecen inútiles. No sé bien qué contestar. Sólo sé que hay un motor invisible que me arrastra hacia ellas y me impulsa a la cumbre. Subir montañas me hace estar conectada con la vida».
Después de caminar casi 20km bajo un calor asfixiante, llegamos a Zhabeshi y pedimos cama y cena a una mujer, Lali, que nos marcará el resto del viaje. Definitivamente, la gente de la montaña es muy diferente a la capital.
Unos iraníes duermen también en esa casa. Pero no preguntamos. A Lali no le gustan demasiado, baja la voz cuando nos relata algo sobre ellos, pero no alcanzo a entender una sola palabra.
Lali vive en Zhabeshi, aunque en realidad su vida la dejó atrás en Abjasia, de donde salió huyendo. Es una región independentista al oeste de Georgia, actualmente ocupada por Rusia. A su hermana la mataron los rusos. Nos cuenta esto derramando lágrimas, pero con la fuerza de alguien que sigue adelante, porque tampoco le queda otra.
Son las seis en punto de la mañana. Me asomo por la ventana, y tras una cortinilla tejida a mano, la veo a lo lejos ordeñando las vacas para desayunar, tendiendo la ropa y amasando una de esas masas georgianas que a continuación horneará. Huele a pan y café turco. El sol empieza a salir. Es en estos momentos cuando encuentro sentido a todo.
En una ocasión del viaje, compartimos mesa con una pareja parisina (moderno-cultureta) y otra británica (él entusiasta conversador, ella resignada a caminar; ambos viajan con el hermano de ella, un tipo casi mudo que mira al suelo todo el rato). Hablan compulsivamente sobre esto y aquello, sus méritos, sus infinitas estancias por trabajo en lugares exóticos, que los sitúan, claro, en la esfera de lo snob. No me interesa lo más mínimo, no entiendo por qué la gente necesita hablar tanto (de sí mismos) en un lugar como éste, que ya habla por sí solo. De repente, tengo muchas ganas de levantarme de allí.
Me pierdo en la sopa especiada que estoy comiendo con un hambre terrible y por un momento, dejo de estar en esa mesa.
No creo que nos separen ni 20 km con la frontera rusa, en concreto la República de Kabardia-Balkaria, al norte de las montañas del Cáucaso, con alturas de cinco mil metros.
Leo frente a las montañas, frente el Kazbek nada menos, la segunda cumbre más elevada de Georgia después del Elbrus. Me encuentro ahora en la frontera con Osetia del norte. No dejo de lado a Rusia en todo este viaje.
Leo, mientras paso una mañana tranquila con los pies en alto descansándolos, en el balcón de la casa de una señora que nos trata bien.
Leo, porque casi nada es casual en esta vida, un fragmento de un ensayo, El Informe, que me lleva aún más a plantearme la necesidad de repensar toda esta vorágine de tiempo, trabajo y vida (Remedios Zafra, 2024).
Sumergirse en el Kurdistán.
Una infección alimentaria nos ha hecho a seis de los ocho compañeros arrastrar diarreas, vómitos y fiebre durante varios días.
La madrugada que subimos a cumbre en el campamento 2, tengo fiebre, náuseas, vómitos y diarreas. Lloro sola dentro de la tienda. Y sólo se me ocurre en ese momento sacar mi cámara y fotografiarme. No sé por qué hago eso. Ese día duermo más de doce horas metida en una tienda en la que el viento azota con violencia. Tampoco sé cómo ocurre esto.
Estoy débil. Me siento en una piedra, bien abrigada, a contemplar el panorama que tengo ante mí. Estoy en la frontera con Armenia e Irán.
Mustafa se sienta a mi lado, hay algo en su manera de estar que me atrapa, desprende elegancia. No habla inglés. Pero en ese momento, agradezco profundamente no hablar. Me cuida en silencio. Sé que hay algo en mí que le hace sentir cómodo. Me trae limones para que los coma a mordiscos, a pesar de mi negativa. Insiste. No piensa renunciar. Y más tea with lemon. No sé cuántos litros habré bebido. Miramos el horizonte que tenemos ante nosotros. No se escucha un alma, más allá de los córvidos que nos sobrevuelan. Cada cierto tiempo, señala mi barriga y me dice: «Good?» Y yo le regalo una sonrisa tierna y desvaída, «no good Mustafa… but no problem».
Así pasan horas, muchas.
Esa noche cenamos como despedida en casa de la familia de Yusuf, nuestro guía querido. Varias mujeres preparan pollo y verduras en una parrilla, sopa de yogur y tomillo y unas ramitas con hojas verdes silvestres parecidas a los berros, que la señora, al captar mi interés, me las mete rápidamente en un panecillo, y me las ofrece. Ella no come. Sólo nos observa atenta para satisfacernos. De nuevo esa incomodidad. Esta vez no les insisto más.
Reímos, bailamos, somos bien recibidos, pero no olvido en ningún momento que no somos más que un grupo de extranjeros acomodados en pleno Kurdistán. Y la casa donde estamos cenando, está cercada por militares con metralletas, en algo parecido a un asentamiento protegido, en plena frontera armenia.
El extremo oriental de Anatolia es reducto para viajeros de los márgenes. El turismo mayoritariamente se detiene en la Capadocia y no avanza más al este.
ANOTACIONES APRENDIDAS EN EL CAMINO:
Si te interesa seguir leyendo sobre la gastronomía de esta zona, puedes consultar los ANEXOS DEL RELATO:
Glosario de comidas encontradas en el camino: Cáucaso y Kurdistán
Los Trastornos Alimentarios (TA) son una ENFERMEDAD MENTAL GRAVE. Unas 400.000 personas en España padecen algún TA (300.000 son jóvenes de 12-24 años).
Un TA NO es un problema con la comida, es un problema que SE REFLEJA en la comida. NO ES UNA DECISIÓN PERSONAL
Hay una urgente necesidad de investigación adicional y colaboración entre los dos campos, que durante demasiado tiempo han trabajado en paralelo, rara vez cruzándose o encontrándose. Este es el punto central del curso que impartí el pasado sábado 27 de enero en el Colegio navarro de Dietistas-Nutricionistas. Aquí puedes ver el resumen.
Trastornos alimentarios y Obesidad. Ampliando la mirada clínica en consulta.
¿Es posible tener obesidad y estar metabólicamente sano?
¿Existe gordofobia y estigmatización en la sanidad?
Es un verdadero disfrute hacer este tipo de formaciones en un contexto donde hay tantas ganas, tanta predisposición. Esta profesión que requiere de mucho estudio, experiencia y trabajo colaborativo. Y haber estado este fin de semana en Pamplona, me regala un regusto por esta profesión gracias a compañeras extraoridinarias.
Insatisfacción corporal, presión social y salud. La paradoja actual en una era feminista.
Eres alta y tienes suerte de estar delgada, si caminaras erguida y te arreglaras un poco…
Extirparse la carne es renunciar a la existencia, de que si no hay cuerpo no hay nada, de que todo lo que no se pare a sentir, a aceptar y a recordar en su cabeza, saldrá de alguna manera somatizado a través de los poros de su piel
Rosario Villajos, La educación física (2023).
Tenía ganas de retomar el BLOG con un tema que me atañe directamente como MUJER y como nutricionista, y en cuya investigación ando inmersa desde hace un tiempo.
Hablar de feminismo en la actualidad quizás ya no sea un tema relegado a los márgenes, o no tanto, pero El mito de la belleza que Naomi Wolf escribió en 1992 sigue estando por desgracia muy vigente. Nuestra insatisfacción corporal acapara y consume nuestra energía mental y física y nos sigue robando el sentido por el que levantarnos cada mañana. Pero lo peor es que lo sabemos, y además de insatisfacción, ahora también sentimos culpa porque no somos todo lo feministas que deberíamos ser.
En la actualidad, la belleza está severamente definida según criterios de sexo, edad, color de piel y tamaño corporal. Todo lo que se salga de ese estrecho rango es relegado a los márgenes, allí donde coexisten la discriminación y el sufrimiento. No es de extrañar que se acometan intentos desesperados de modificación del cuerpo para conseguir acercarse al patrón y dejar de pertenecer por fin al bando de los perdedores. El mercado de la estética en sus diferentes vertientes (farmacéutica, médico-quirúrgica..) mientras tanto asiste y pone la mano, a través de la falacia de la salud.
¿Sigue nuestra autoestima dependiendo de la validación externa?
¿Seguimos necesitando agradar (sobre todo a los hombres)? ¿Y sonreír (sobre todo a los hombres?
Las mujeres se ganan su presencia en los cuentos gustando (...) a excepción de la villana, que es fea porque es malvada, o viceversa. Una chica gorda, vieja o con zapato plano sería en todo caso la caricatura cuya clave de humor consiste en representar a una mujer poco representativa de mujer.
Mantén la línea. No pierdas la forma. ¡Mantente en forma! Contente. Coge la goma y borra eso. Recorta por la línea de puntos, dobla las pestañas de papel y listo; ya tienes la muñequita de mujer.
Raquel Manchado en su prólogo de El mito de la belleza (Naomi Wolf, 2ª ed. 2020)
¿A dónde va el amor cuando la belleza desaparece?
Existe además una preocupación desproporcionada y desajustada en relación a los potenciales riesgos de salud asociados a la obesidad, que no se da ni siquiera en los debates sobre alcoholismo o tabaquismo.
Y ojo, esto no quiere decir que no los haya. Pero es importante además tener en cuenta que la preocupación por el peso aniquila también nuestra autoestima.
Gran parte de la crítica feminista a la belleza solamente ha dejado a las mujeres confundidas sobre qué es una opción saludable. Como mujer de mediana edad que está ganando más peso que nunca, quiero perder kilos sin generar cierto autodesprecio sexista de mi cuerpo al hacerlo.
bell Hooks, El feminismo es para todo el mundo.
Belleza, alimento y disfrute.
Privarse de comer se considera positivo en la mujer. El modelo de feminidad madura y de éxito somete al cuerpo a una vida de privación y sacrificio. El hambre reduce y controla el foco de interés de una mente que se ha dejado llevar.
El mito de la belleza (Naomi Wolf, 2ª ed. 2020)
Leía una publicación de la psicóloga Laura Hernangómez que me resultó muy útil en conversaciones que comparto con mis pacientes en torno a la relación con la comida y los trastornos alimentarios.
¿Disfrutar puede ser insano? Lo cierto habría que preguntarse realmente ¿por qué se busca el disfrute? ¿Es una evasión? Dice ella:
En ese sentido, siempre recuerdo a la profesora de filosofía Maite Larrauri (Filosofía para profanos) en su reflexión sobre el placer y la mesura:
Preferimos la prohibición y el permiso, a la moderación que nace de unos límites puestos por uno mismo. Preferimos que se nos diga que está prohibido beber, antes que se deje a nuestra iniciativa saber cuánto y cuándo. La moderación es fruto de la reflexión y del conocimiento de uno mismo: cada estómago tiene una medida.
Pienso que la religión en una sociedad aún dependiente de su legado, sigue siendo el eje que modula y enjuicia nuestro disfrute. Falta mucha pedagogía y un largo camino por recorrer en torno al placer y al disfrute, que nos permita un equilibrio (esto es a lo que Laura se referiría como sano) y nos aleje de la culpa.
Nos acercamos al placer con el temor de sentir el veneno del descontrol, y nos alejamos espantados, ayunándolo, hasta el siguiente atracón.
Carne, es un cortometraje de animación brasileño (2019), dirigido por Camila Kater.
Una mirada feminista a la imagen del cuerpo de la mujer, a sus diferentes etapas y a los tabúes sociales. 5 capítulos que describen las etapas vitales de la mujer, y la narración en primera persona de cómo la experimentan. Un material de una sensibilidad y realismo que deja perpleja.
Se puede ver completo en Filmin. Aquí algunos fragmentos de sus capítulos:
Pienso que ninguna mujer vive en su propio cuerpo. Yo siempre fui una niña gorda, pero eso no fue ningún problema en la escuela.
Pero tenía en casa a mi madre diciendo que yo era su fracaso como nutricionista.
En casa descubrí que mi peso era un problema. Nuestra alimentación siempre fue muy rigurosa. Cerrar armarios para que yo no pudiera acceder a la comida, sólo a la que ella creía que debía comer.
Pienso que las personas cuando ven un cuerpo gordo, lo ven como un cuerpo transitorio. Para mi madre yo no era gorda, yo estaba gorda.
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(…) Pero no es fácil ser un cuerpo.
(…) Y ahora, la vejez que estoy viviendo no es así. No siento terror ante ella. Los hombres piensan que cuando las mujeres entran en la menopausia dejan de ser mujer. Es una deformación profunda.
Después de esa lucha contra el cuerpo, me siento bien dentro de él hoy, con 79 años. Sigue siendo un cuerpo que necesito transformar, de otras maneras. Y en ese sentido, intento ser dueña de mi cuerpo.
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Mi cuerpo siempre se pone en tela de juicio, al tener muslos gruesos, culo grande y ser negra, automáticamente ya es un cuerpo sensual.
Existe una palabra para eso, la hipersexualización de la negra. Tanto me preguntan si me gusta el Funky como si soy de una escuela de samba.
Apunta bell hooks que criticar sin ofrecer alternativa es una intervención incompleta, la crítica por sí sola no conduce al cambio. Y estoy muy de acuerdo, más aún en una época donde el flujo de información es abrumador. Es por ello que más que una crítica, la intención de este texto es recopilar conocimientos, ordenar ideas y continuar con un trabajo de visibilización imprescindible, en mi caso, a través de la nutrición.
En algún momento previo a esto que escribo, hubo mujeres que me inspiraron con sus ideas y sus creaciones. Los fragmentos que cito textualmente me han permitido ampliar y conectar reflexiones.
Lógicamente todas ellas están citadas de manera que puedan reconocerse y acceder a su obra, y continuar así ampliando una red de conocimiento en un tema medular en la época que vivimos.
Agradecida de aprender.