Está lloviendo a mares, el día está gris oscuro casi negro, de vez en cuando un relámpago avisa. El otoño ha tenido el gusto de aparecer, por fin. Y en una tierra del sur, un día como describo resulta de lo más exótico, todos llevamos días escuchando la previsión y diciéndonos con un poco de morbo y expectación: "Este fin de semana va a ser impresionante, así que a quedarse en casa". Yo creo que en definitiva necesitamos algo que nos saque de lo anodino, y por estos lugares, lo anodino es el calor y el sol, así que la lluvia, nos hipnotiza durante un par de días. Luego, ya es otra historia. Pienso mucho en el norte, en todos los nortes donde la lluvia y el gris es la constante, y aunque sea el eterno tema de conversación y no diga nada nuevo, me resulta alucinante cómo el clima define a un pueblo.
Pienso en un amigo de Bilbao con el que he compartido a lo largo de los años muchas horas de conversación apasionada sobre cocina, y siempre me parecen pocas, porque además, algo que nunca cambia es lo que me río con él. En la última ocasión, llovía y recuerdo las risas que nos echamos una sevillana y un bilbaíno en Donosti, el cual no dába crédito a que yo no hubiera traído (ni siquiera pensado) un paraguas o un chubasquero al norte.
Lluvia, cocina e intentar hacer de esta vida un ratito agradable, a pesar de todo. Así que hoy, ya sí, esta receta tenía que hacerla.
La harina de castaña es difícil de conseguir, para qué engañarnos. Principalmente hay dos opciones: vivir o viajar a Galicia, en cuyo caso es asombrosamente sencillo de encontrar, o pedirla en la ecotienda más cercana a tu casa, y que consigas que te la traigan. También está la opción de internet, si ya nos vemos muy apurados. Pero si quieres das con ella, no nos atasquemos aquí. Una alternativa en última instancia es la harina de almendra, de composición y estructura similar.
La harina de trigo sarraceno sí que puedes conseguirla sin nigún problema en ecotiendas y en muchos casos, en grandes superficies tipo Carrefour, Alcampo, El Corte Inglés, etc. Reconozco que siento predilección por este sabor, también con el grano de trigo sarraceno cocido y acompañando verduras, tofu, carne...
Esta receta no tiene gluten, y no es casual. Le debo el gusto a una paciente que la compartió conmigo hace un tiempo, en su búsqueda incesante de recetas creativas adaptadas a las necesidades que demanda su enfermedad autoinmune, pero también su pasión por aprender. Yo me tomé la licencia de adaptarla a mi estilo, incluyendo harina de castaña en lugar de otras harinas sin gluten. Así que de nuevo, agradecida por este descubrimiento, porque cocinar este pan supone reencontrarse con sabores muy auténticos. Dicen que el sabor del sarraceno es así como terroso, herbáceo y cercano a la nuez. A mí me parece que tiene algo de amargo y sin duda, intenso, por lo que me vuelve tan entusiasta. No pasa desapercibido en cualquier formato que te lances a probarlo. Y claro, unirlo a la harina de castaña, que también es terrosa pero aporta dulzor, propicia una sinergia de sabores.
La elaboración de este pan tiene la peculiariedad de que no requiere horno, sino sartén. Y como cualquier manipulación de masas, ayuda a abstraerse un rato de todo, si quieres con una buena música de fondo, o escuchando cómo llueve. El resultado es un bollito de pan de un sabor muy intenso, con una miga densa pero nada apelmazada y muy saciante, debido al alto contenido en fibra y proteína.
Vamos con la receta:
INGREDIENTES (8 molletes aprox)
ELABORACIÓN
Mezclar los ingredientes secos (harina, levadura, semillas, sal). Incorporar el aceite de oliva y el agua tibia.
Amasar con paciencia hasta conseguir una masa manejable con las manos. Es fundamental este proceso para que la miga posteriormente adquiera una textura menos compacta y más disfrutable.
Colocar la masa en un recipiente, tapar con una trapo húmedo y dejar reposar unas 2 horas en un lugar fresco, seco y alejado de la luz, para que la levadure comience a fermentar. Cuanto más tiempo demos, mayor será la fermentación y el beneficio a nuestro intestino (y también más potente será su sabor).
Pasado este tiempo, nos disponemos a elaborar las piezas. Coge pellizcos de masa (unos 80g por bola) y haz una especie de torta gruesa. La idea es que sea lo más parecido a un pan tipo mollete, aunque el diámetro será menor.
Hazte con una sartén grandecita donde puedan caber 4 piezas y de esta manera tardes menos. Calienta hasta que adquiera mucha temperatura y colocar 4 bollitos. Bajar inmediatamente el fuego (vitro = 2 sobre 9), para cocinarlos a fuego bajo, con el objetivo de que no se quemen por fuera, y se queden crudos por dentro. Aproximadamente 10-12 minutos como mínimo por cada lado.
Voltear los bollitos varias veces en total para conseguir una cocción homogénea.
Una vez todos cocinados, colocar sobre una rejilla para que reposen y pierdan temperatura. Si no piensas consumirlos rápido, mejor congélalos. Para ello, espera unas horas a que estén a temperatura ambiente, y mételos en una bolsita cerrada en el congelador, para que no se impregne de ningún olor.
Un bollito de éstos con un buen chorreón de aceite de oliva virgen y un café, o dos, y pasar el resto de la mañana leyendo.
Plan sobrevenido de lluvia de otoño y cocina. Falta elegir la peli.
La verdad es que ando cocinillas últimamente, estoy investigando nuevas texturas y sabores, y me encuentro en plena fase de experimentación. Septiembre está siendo duro, horroroso de trabajo a ratos, y meterme en la cocina a manipular supone una desconexión intermitente de la realidad, que me permite no pensar.
Amo el coco, me apasiona, al igual que el cacahuete, el tahín, la yuca o la batata. Son esos alimentos que despiertan en mí una sensación inmediatamente de bondad entre tantas hostilidades... me hacen ver la vida de otra manera, así os lo digo. Cada uno de estos alimentos se define con una personalidad propia, y lo siento, pero no encuentro símiles que estén a la altura, son para mí como los colores básicos que nos explicaban en las clases de Plástica, a partir de los cuales surgen todos los demás.
Hice estos dulces para mis sobrinos, nuevamente en una de esas tardes de domingo que, si ya has leído alguna de mis entradas, sabrás no estimo en exceso. Los cociné con la firme voluntad de que los enanos sigan probando cosas diferentes, aunque no les guste, pero que expongan su paladar a lo nuevo. "Me gusta la cortecita tita, pero lo de dentro es raro". Bueno, al menos lo probó.
La particularidad de este dulce es la harina de coco, una harina libre de gluten, muy rica en fibra y baja en carbohidratos.
El resultado es un bocado denso, con un intenso sabor a coco y a limón. En este caso, al tratarse de una harina tan rica en fibra que absorbe toda la humedad, se espera densidad y menos esponjosidad. De esta manera hacemos un dulce sin gluten y sin lactosa, y muy rico en proteínas. Saciante, sin dudas.
INGREDIENTES
ELABORACIÓN
Calentar la mantequilla hasta reblandecerla. En un recipiente, batirla enérgicamente junto con la panela, e incorporar los huevos. Continuar batiendo.
Posteriormente rallar la corteza de un limón entero, añadir a la mezcla anterior y también el zumo de ese limón completo. Si te gusta un sabor intenso a limón, puedes añadirle un poco más.
A continuación, incorporar la harina de coco, junto con el coco rallado y la levadura.
Por último añadir la leche. En este momento notarás cómo esta harina absorbe todo el líquido que haya. Puedes añadir un poco más de leche si lo necesitas.
En un molde metálico para magdalenas, engrasa cada uno de los huecos con aceite de oliva y verter la masa. Decora al gusto, yo puse canela en algunos y semillas de amapola en otros.
Precalentar el horno a 200 grados y posteriormente, hornear este dulce durante 30 minutos. Verás cómo se dora la superficie (pincha con el tenedor unos minutos antes, para evitar que se cueza en exceso y quede más seco).
TRUCO: A mitad de cocción, añadir un chorreoncito de almíbar por encima de cada magdalena.
ALMÍBAR: Zumo de 1 limón, 1 cucharada sopera de agua y 30g de azúcar. Batir enérgicamente.
¡Y listo!
Me regaló mi amiga Maribel unos higos de la higuera granadina de su madre, y desde entonces, mi cabeza andaba dando vueltas a una receta como ésta. Quería algo que al comerlo me transportara a la cocina de Oriente Medio por la que siento auténtico fervor, y sobre la que escribo en este blog siempre que tengo oportunidad (el arte de parar el tiempo). Hasta ese momento estaba devorándolos en ensalada (mezclados con queso azul, por ejemplo un Stilton), troceado en un yogur con semillas, o sencillamente a bocados, y apurando los últimos que me quedaban, hice este pastel.
Siempre hay una buena razón para cocinar, pero la de encontrarse con amigos para pasar un sábado de intercambios gastrosóficos en su casa, me llamaba a gritos. Son esos momentos que esperas felizmente durante toda la semana porque intuyes. Hubo algunas cositas más que cociné para este encuentro, de las que hablaré en otro post con receta por delante.
Esta fruta mediterránea es una suerte de placer efímero que releva a las brevas en el calendario, y que nos acompaña durante escasas semanas. Los hay verde, azulados y negros, quizás los primeros destaquen por ser más jugosos y dulces, pero a nivel nutricional todos comparten las mismas propiedades.
Son ricos en azúcares, eso quizás sea algo que aleje a muchas personas de su consumo, confundiendo y comparando bajo el mismo patrón el azúcar natural de la fruta, con el azúcar de productos alimentarios industriales. Y no, no debemos hacerlo. Ese azúcar por ejemplo, sirve para aportar el dulce a un pastel como éste sin necesidad de otras fuentes azucaradas refinadas. Añadir algún dátil además confiere cremosidad y aporta el broche final del dulce natural que comento.
Su aporte de fibra y agua le hace al mismo tiempo un alimento muy saciante y ayuda a equilibrar el tránsito intestinal. Ésta es una receta por cierto vegetariana, sin gluten y sin lactosa.
El resultado es un pastel no excesivamente dulce (yo al menos lo agradezco), donde se aprecian diferentes texturas, cremosas (por el higo y el dátil horneados), crujientes (de las diferentes semillas) y evoca a esos dulces de Oriente Medio de Ottolenghi desde mi más sincera humildad y devoción a ese cocinero.
Paola, Jose y Carlota habían cocinado además un paté de calabaza y tahini, un pastel hojaldrado de espinaca honrando nuevamente a nuestro Otto, y en la mesa nos esperaba una tabla de quesos decorada de tal manera, que cualquier fotografía ofendía la realidad.
Vamos con la receta:
INGREDIENTES
ELABORACIÓN
Pica en un procesador de alimentos la mitad de los higos, dátiles y frutos secos (resérvate unos cuantos para decorar), pero no llegar a molerlo hasta polvo, sino en trocitos muy pequeños.
A continuación añade los huevos y el aceite de oliva, y vuelve a batir. Por último, incorpora la harina de arroz y el bicarbonato, y mezcla todo muy bien, hasta conseguir una pasta homogénea.
Precalienta el horno a 180 grados.
Engrasa un molde con aceite de oliva (yo escogí uno cerámico, que funciona fenomenal) y verter sobre él la mitad de la crema. Posteriormente añade gajos de higos troceados y bien repartidos a lo largo del pastel. Vierte el resto de la crema y por último, añade los trozos de higos que te queden.
Pon unas almendras por encima bien repartidas y espolvorea semillas.
Hornea durante unos 30 minutos a 180-200 grados (dependerá del horno que tengas). Pincha para asegurarte que sale limpio, pero te aconsejo que no lo cocines en exceso, porque se agradece la textura húmeda en este pastel.
Bon appétit.
Si no me fallan las cuentas, son ya doce días los que llevamos encerraditos en casa. Continúo con mi boletín especial de gastronomía y cine, para sublimar pensamientos grises. Hoy toca picaresca mediterránea.
La primera vez que puse los pies en la Provenza, una región al sureste de Francia, pensé que querría pasar allí algún tiempo de mi vida. Aún no lo descarto. Caí rendida a la luz mediterránea, al campo de lavanda, viñedos y olivos, y a la vida que transcurre a otro tempo. Allí, los días se suceden con una belleza descarada…
De la gastronomía provenzal mana una buena parte del hedonismo culinario del que me nutro. Y entre los muchos descubrimientos, hallé la fougasse provenzale, o focaccia italiana. El nombre proviene del latín panis focacius, un pan plano horneado bajo las cenizas de un fuego que se preparaba en la antigua Roma. La mayoría son saladas, a la masa de harina, levadura, agua, aceite y sal, se le suelen añadir varios ingredientes como aceitunas, cebolla, anchoas, queso… que se pueden mezclar con la preparación o colocar en la superficie antes de hornear.
Empapada de Mediterráneo, me senté a la mesa con una focaccia de guisante y cebolla, y Caramel (Nadine Labaki 2007), una peli libanesa cuya estética me cautivó, el desfile de colores, las texturas, la sensualidad. Un encanto decadente en un país destrozado por la guerra, donde asoma la vida de cuatro mujeres que se ríen de todo y de todos. Y algo soberbio, la burla (entre líneas) hacia un mundo gobernado por hombres, por llamarlo de algún modo…
Me quedo con esta crítica:
"El cuarteto es una excelente compañía y está bien ver una película de Líbano en la que la gente no está esquivando proyectiles cada pocos minutos” Philip French: The Guardian
FOCACCIA DIFERENTE DE GUISANTE Y CEBOLLA
Ingredientes (para 4-5 raciones)
Elaboración
Pochar las cebollas en una sartén caliente con 2-3 cucharadas soperas de aceite, añadir 2 cucharadas soperas de agua y un chorreón de Manzanilla. Condimentar con sal y las especias y cocinar hasta que la cebolla quede transparente y el vino haya reducido. Acuérdate de retirar el clavo.
Mientras tanto en un bol, diluir 200 ml de agua y dejar que actúe 5 minutos.
A este bol, añadir la harina de guisantes y mezclar. A continuación añadir el aceite de oliva y una pizca de sal, remover y ligar bien la mezcla.
Por último añadir 200 ml de agua y continuar mezclando, hasta conseguir una masa fina. Dejar reposar durante 30 minutos. Una vez pasado este tiempo, incorporar las cebollas pochadas que habíamos dejado reservadas. Mezclar y homogeneizar la masa.
Colocar papel vegetal sobre el molde que vayamos a utilizar (yo escogí uno de vidrio rectangular de 30x20 aprox). Verter sobre éste la mezcla anterior, y dejar reposar 1 hora.
Como decoración, y por darle un toque de colorcete, le puse unas tiras de pimiento rojo por encima.
Pasado este tiempo, precalentar el horno durante 10 minutos a 180 grados. Hacer pequeños surcos con una cuchara a la masa y espolvorear las hierbas aromáticas. Finalmente, hornear la focaccia unos 50 minutos a 200 grados, hasta que quede ligeramente tostada por los bordes.
Comentarios sobre la receta:
La idea del clavo me la dio Maribel, yo no tengo costumbre de utilizarlo para este tipo de recetas, pero me parece buena aportación, junto con el comino, para favorecer la digestión y prevenir la formación de gases de los guisantes y la cebolla.
Por su parte, el estragón, una hierba característica en la cocina francesa, contiene estragol, un compuesto fenólico que le da un toque anisado, resultando incluso dulzón, avainillado. De mis años en ese país aprendí que una receta que se precie con base de verduras, aderezada con estragón se eleva a la altura de paladares exigentes. Eso, y que es mi hierba fetiche, y la disfruto como una loca.
La focaccia de cebolla, queso y aceituna negra, es posiblemente mi favorita, pero he me ha dado por hacer una fougasse o focaccia diferente esta vez, utilizando harina de guisante que tenía en casa, y adaptando una receta que encontré de casualidad. El resultado no es exactamente una focaccia tipo pan, sino más bien abizcochada. La probé acompañada de un pisto (ratatouille en la Provenza, o caponata en Sicilia, ya que estamos...) y un toque de parmesano, y oye, la combinación fue un acierto brutal.
Disfruten, como puedan, pero busquen la manera.