Inauguro esta nueva sección del blog, la Viajeteca gastronómica, dejándome llevar por la inercia de mis convicciones y la forma en la que entiendo la vida. A todo el que me conoce un poco, sabe que involucro casi todo lo que soy en viajar, comer y escribir, como parte intrínseca del proceso de búsqueda permanente de la felicidad. No, no creo en la felicidad de Mr. Wonderful, ni en el positivismo meloso. Veo la felicidad como un estado intermitente, súbito y fugaz, pero poderosamente hedonista, sublime. La felicidad se construye cada día, y convive inevitablemente con otros tantos estados oscuros del individuo.
Por eso, me gusta viajar. Porque durante ese periodo de tiempo en el que estoy fuera de los márgenes de lo previsible, experimento el placer y la belleza de lo desconocido. Si a eso le sumamos que viajar implica destapar la antropología de la alimentación de un pueblo, su manera de organizar la vida en torno a los recursos de los que disponen, etc… sólo me queda afirmar que viajar y comer, resulta una conjunción de significado provocador.
Una de las intenciones más solemnes que debe el viajero hacer, es acercarse a un pueblo a través de su comida, en tabernas, mercados y calles inesperadas, charlando con su gente. Puede ser un buen comienzo para alejarse del turista.
REFLEXIONES SOBRE EL PLACER. SICILIA.
Cuando supe que haría este viaje, pasé unos meses sumergida en la lectura de cuantos placeres podría encontrar en este lugar del Mediterráneo. Sin duda, una especie de tótem gastronómico para aquellos que vivimos atados a ese manifiesto insolente del arte de comer. He pasado noches soñando literalmente con algunos platos de comida, he hecho infinitas anotaciones sobre ingredientes que probar y mercados que curiosear…
Sicilia hay que servirla en mesa con viejo mantel de cuadros, platos y cubiertos de otra época, sin más protocolo que el acto deliberado de comer. Sicilia sabe a alcaparra, aceituna negra, berenjena y tomate; se adereza con ajo, albahaca, hinojo y orégano, y en sus platos no falta el pistacho, la almendra o los piñones. La ricotta, la burrata y la mozzarella, serán siempre bienvenidas en cualquier antipasto, a los que añadirán unos encurtidos de alcachofas y algún prosciutto crudo. El pez espada, las sardinas y las gambas, son los verdaderos reyes del mar. Y junto con un buen vino Nero d´Avola, el banquete, está servido. A los postres, vamos luego. En la mesa se habla poco y se disfruta mucho, a lo sumo, algún gesto armónico con las manos que será entendido de manera satisfactoria por el creador de la obra. La comida es sagrada.
Comenzamos en Catania, en el Mercato de la Pescheria, un lugar del que no puedes salir indiferente. Caños de agua sanguinolenta riegan la plaza y las calles aledañas, al son de los gritos de comerciantes, cabezas de pez espada exhibidas en los puestos, y rostros que recuerdan a otro tiempo.
Ese día comimos en una Putia, algo así como una taberna donde probar comida local en un ambiente distendido. Esa tarde tuve ocasión de probar el mejor gelato di pistacchio de mi vida.
Se hace necesario deleitarse con la historia milenaria, su fastuosidad decadente, la belleza que mana de edificios desvencijados y el pretendido arte kitsch de iglesias metalizadas y luces de neón, vírgenes callejeras con bombillas de navidad, y novios camino del altar, luciendo pretenciosos trajes con piedras brillantes.
Recorriendo el Parco Naturale regionale delle Madonie, pienso en la elegancia y delicadeza de Cinema Paradiso, y me traslado a algunos de sus pueblos más rurales, para entender algo mejor su esencia. El verdadero corazón de Sicilia no está en sus márgenes costeros donde arriban manadas de turistas y se desatan las carteras; la esencia hay que buscarla en el interior, entre inmensos viñedos, olivares y casas de piedra.
La bella Taormina, en lo alto del Monte Tauros, me recordó inevitablemente a lindísimos pueblos como Vejer o Mojácar, que en la actualidad han quedado como expositores turísticos despersonalizados. En una terraza bohemia con aires hispánicos y con camareros de nuevo entregados a ti, pedimos un antipasti siciliani, que consistía en un plato muy consistente de verduras: alcachofas encurtidas, aceitunas negras y verdes aliñadas, parmiggiana di melanzane, caponata y calabacines rebozados. Para compartir, raviolis rellenos de berenjena y ricotta, con una salsa de tomate al vino blanco y taquitos de pez espada. ¡Arrebatador! Y no, las cantidades no son pequeñas, así que lo mejor para sobrevivir a la digestión nocturna es pedir un plato para dos. Para beber, un vino Prosecco, cuya fama mundial le resta autenticidad. Espumoso, ligero y con aromas cítricos, cabe pensar en la comparación con el champagne, sin llegar lógicamente a serlo.
Tenía ganas de conocer Marzamemi, había leído sobre su festival de cine, y me daba la sensación de un pueblo lleno de vida local debido a la pesca tradicional del atún, la Tonnara, como parte indisoluble de su historia y economía. A mediodía, il preludio. Consigo por fin hacerme con una burrata en mi plato, solas frente a frente. Llevaba meses soñando (literalmente) con ella, con la textura cremosa y suave que recuerda a la mantequilla, y el relleno de crema de leche en su interior de esa bola pecaminosa. Si eso no fuera suficiente, como piatto principale, gnocchi con gamberi e pesto di pistacchi. Una apoteosis. Una combinación de sabores que jamás habría imaginado, y el crujiente final del pistacho tostado en la boca…
Si no nos movíamos un poco, probablemente el hedonismo se vería seriamente cuestionado. Caminamos varios kilómetros para llegar a una cala tranquila. Nos quedamos allí unas horas, disfrutando de la quietud de la tarde. Y te das cuenta que en la vida, lo único que prevalece en el tiempo es eso, pequeños instantes en los que todo se detiene. No me importa qué pasa a mi alrededor, sólo me centro en ese estado de placer que mana de mi interior, y que no soy capaz, ni quiero, controlar. Y es precisamente esa ausencia de razón, lo que lo hace auténtico. Tengo derecho a ello, todos lo tenemos. A nadie debería negársele el placer. Resulta una castración absoluta del individuo.
Supe del Caffè Sicilia (Noto) por un documental sobre cocineros que apuestan por lo auténticamente local. Utiliza sólo ingredientes locales, manteniendo el sabor natural de cada alimento, sin adulterarlo; claramente la almendra es la protagonista. Recuerdo verlo cómo preparaba la granita alla mandorla, una de las especialidades dulces sicilianas a base de kilos de almendra, agua y poco azúcar.
No busques refinamiento en su salón ni elegancia en sus paredes, sencillamente, siéntate a disfrutar de una cassata siciliana y dale un mordisco al crujiente tostado del cannolo de ricotta. Como aquella escena de El Padrino, en el que uno de los capos de la familia Corleone, le dice a su chófer, tras matar al traidor: “Leave the gun, take the cannoli”.
Módica me ha resultado el lugar más impactante de todos en cuanto a belleza artística se refiere. Con esto, posiblemente me meriende cualquier guía de viaje que ensalce el barroco, bizantino o normando de no sé cuántas iglesias y catedrales sicilianas; está bien salirse un poco de los guiones tan previsibles. Escondida en una callejuela preciosa, encontramos la fábrica de chocolate más antigua de toda Sicilia. El chocolate llegó en el siglo XVII de mano de los españoles que colonizaron la isla, y mantuvieron los mismos métodos de elaboración de los aztecas. La característica de este chocolate es la textura terrosa y rugosa, que lo aleja mucho de la imagen cremosa que tenemos de una tableta.
Una mañana me aventuré en busca del mercado de Ortigia. Había oído hablar de un puesto donde se preparan esperpénticos bocadillos, de la mano de Andrea, il capo del panino... Un tipo genial que inventa con cada cliente un relleno distinto para el bocadillo. Todo vale. Pero la base indiscutible son las toneladas de mozzarella fresca y ricotta que una donna fornida va reponiendo sin cesar (bandejas de 20-25 bolas gigantes de mozzarella fresca en salmuera pululaban ante mis ojos). Me detuve a comprar hierbas aromáticas para preparar la pasta alla norma, couscous di pesce y cómo no, me hice con una buena cantidad de alcaparras, tomate seco y pistachos de Bronte.
En Sicilia, los camareros se sientan contigo a la mesa a explicarte el menú, involucrándose casi emocionalmente en la elección de tus platos. Y esta ocasión en Agrigento, fue apoteósica, una obra de teatro que sólo los italianos saben protagonizar. Me dejó absorta la entrega absoluta del cocinero para que sus platos fuesen perfectos, saliendo a preguntarte directamente, con cierto nerviosismo, mientras iniciaba la coreografía de sus manos: È buono, o no, eh? Tras degustarlo lentamente e identificar sabores que ni siquiera esperas, la expectación se hace insufrible para él, ojiplático, te mira, traga saliva, y tú le contestas: Antonio, è fantástico!! Y el resto, hay que estar allí para comprenderlo. Yo nunca había asistido a semejante espectáculo improvisado.
El menú, por si alguien quiere unirse a la fiesta: maccu di favi al finocchietto (suave crema de habas con hinojo, para untar en tostaditas, uno de los descubrimientos más potentes del viaje), Bucattini con una salsa inesperada compuesta de almendra, pistacho, boquerones, mojama y alcaparras. Y por último, Involtini de pesce spada (rollitos de pez espada rellenos de una pasta de piñones, pasta de albahaca, ajo, orégano y pistacho) con reducción de Nero d´Avola y naranja.
Siento que quiero llorar, o quizás ya lo estoy haciendo.
Palermo, la meca de la comida callejera (cibo di strada). Esta ciudad no se puede comprender en un día, resulta desconcertante. “Una ciudad donde la negligencia y la belleza van de la mano”. Espléndidos palacios desconchados de pasado barroco y árabe, en medio de aromas a berenjena y pescado. Decrépitos edificios, vencidos por el paso del tiempo, una belleza decadente que atrapa, y que al mismo tiempo esconde una historia de silencio, miedo y coacción.
Palermo y sus mercados callejeros, Ballarò, del Capo y de la Vucciria, en los que, tras hurgar hasta el último rincón, debe uno ser curioso y sentarse en cualquiera de los bares que hay en el mercado. El repertorio es infinito. A saber, arancini, panelle, parmigiana di melanzane, sarde di beccafico, involtinis de berenjenas, caponata… Mientras esperamos la comida, una virgen adornada con luces de navidad y muñequitos de colores, nos mira atentamente desde la pared de frente; los frutti-vendolos (camioncitos pequeños, o motos pegadas a un camioncito) pululan ante nosotros cargados hasta arriba de sandías, el trapicheo baila al son de los gritos del mercado, y un grupo de 4-5 camareros cabreados y aparecidos de la nada, rodean la mesa de un guiri, que se atrevió a reclamar que la cuenta estaba mal. Contemplamos atónitos el escenario surrealista en el que nos encontramos. Los botellines están vacíos. Pedimos otros dos. La tarde acaba de empezar.
Si tuviera que visitar cada piedra antigua y bella de Palermo, no tendría vida suficiente. Pero no comulgo con las masas de turistas robotizados a granel, y me resulta especialmente insoportables verlos posar delante de cualquier cosa. Es por ello que pasé bastante poco tiempo en cada lugar y mucho contemplando a la gente.
Había leído sobre una antigua focacceria que además de preparar la auténtica comida callejera palermitana, se ha hecho famosa por plantar cara a la mafia, y negarse a pagar el pizzo. Cualquier persona que viene de fuera, fantasea con la idea de Al Capone. Sicilia y en concreto Palermo, no es solamente la mafia, pero por desgracia, sigue deliberadamente presente en sus vidas. Lo cierto es que el dueño de esta focacceria vive oculto en la actualidad, sin poder llevar nunca más una vida normal. Leí que a día de hoy, el 70% de los empresarios sicilianos continúan pagando el pizzo. La mafia de los tiroteos en la calle quedó atrás, actualmente articula una red de corrupción maquillada desde la política, en la que sigue teniendo el control.
Con esa idea rondándome la cabeza, degustábamos alguna de sus especialidades en formato tapa: los arancini rellenos alla norma (croquetones enormes), el sfincione palermitano (pizza muy gruesa y jugosa), y una scacciata rellena de prosciutto y rúcula (emparedado grandote). No me atreví a probar la especialidad de la casa, lo confieso, el pani ca meusa, un bocadillo de bazo y pulmón guisados, a modo de carnecita en salsa…
La influencia tunecina se deja ver en el oeste de Sicilia con el couscous di pesce, que es fácil encontrarlos en la zona de Trapani. También por allí es común encontrar la pasta con pesto alla trapanese (tomate, ajo, albahaca, almendra) y el vino dulce de Marsala.
Pasé la última mañana en Catania. Volví allí para seguir rondando sus viejas calles. El carácter de los sicilianos no se diferencia demasiado del nuestro en cuanto a la convivialidad, la facilidad en el trato y la ausencia de formas preestablecidas a la francesa. Sin embargo, hay algo que me llama poderosamente la atención, y es el atraso que se palpa en cuanto al conservadurismo, patriarcado y machismo.
Tras mucho vagar sin rumbo en un día de calor, me siento en una terraza mientras disfruto del último plato del viaje. Elijo pasta alla norma, porque la potencia de su sabor me deja perpleja ante la sencillez de sus ingredientes: tomate, berenjena, ricotta y albahaca. No quiero antipasto, no quiero vino, no quiero postre. Sólo agua, gracias. Quiero poder comer despacio, que dure eternamente. Mientras tanto, escribo en mi cuaderno y observo a la gente de mi alrededor.
La primera vez que vi La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, pensé no haber comprendido nada. Luego me di cuenta que esta película es un aprendizaje en sí mismo. En este viaje, me he pasado buena parte del tiempo sentada a la mesa frente a obras de arte gastronómicas que me han hecho llorar, comprendiendo una vez más que una misma realidad puede ser deprimente y exultante a la vez, que la mayor parte de la vida transcurre entre el hedonismo y el hastío. Como esa famosa reflexión de Louis-Ferdinand Celine, en Viaje al fin de la noche: “Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas”.