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Martes, 11 Diciembre 2018 12:29

New York, make me think me

Llegó de manera inesperada, pero con qué rotundidad. Vivir durante unos días en Nueva York supone adentrarse en un mundo de fulminante intensidad, donde todo parece haber salido de un escenario de cine, con escenas a cual más surrealistas e inverosímiles. Una vez de vuelta, se necesita tiempo para procesarlo todo, a una velocidad más racional. 

Me recomendaron la lectura de Historias de Nueva York, del periodista Enric González, como avanzadilla de un viaje a las profundidades de una metrópolis que alimentó (y alimenta) el sueño americano. Así hice. Porque, más allá de las luces de Broadway y la exuberante quinta avenida, la vida transcurre en los bajos fondos, y como dice el autor, el pasado de una ciudad se encuentra en las hemerotecas y en las cloacas, especialmente en las cloacas. Tanto es así, que conocer la historia de la truculenta Chinatown, o la enorme laguna que se hallaba bajo el suelo de Manhattan, contribuyó notablemente a la imagen que ahora tengo sobre esta ciudad. Nos decía una chica mexicana que llevaba ya quince años allí: "A Nueva York siempre se vuelve, relájense y disfruten simplemente estando, no pretendan conocerlo todo. Volverán, escúchenme lo que les digo"

Una vez digerido el viaje, pasado ya unos meses, me vienen a la mente conversaciones que escuchaba en el metro, o sentada en un café, propias de una gran ciudad como ésta, en la que la suerte, es la moneda de cambio. Una chica venezolana le suplicaba por teléfono a su madre que aguantara, que ella conseguiría que entrara en el país; un hombre nos contaba con extraordinaria calma, sentados en un banco de Washington square, su vida tranquila junto a su perrita, mientras un grupo de afroamericanos, jugaban al dominó y fumaban compulsivamente en las mesas cercanas, que con voces graves y potentes, esgrimían expresiones que mi oído, no alcanzaba a comprender. 

Mi primera toma de contacto con la ciudad fue a la salida del metro en Bedford Avenue, Brooklyn, una noche cerrada (a las siete de la tarde), bajo un implacable manto de agua, que más se parecía a alguna de esas pelis en blanco y negro, en las que una mujer corre con el paraguas bajo la lluvia, al refugio de algún café, luego se enciende un cigarrillo, nerviosa, mientras mira por la ventana. Esta ciudad te da rienda suelta a la ensoñación fílmica, y Brooklyn es un fotograma en sí mismo. Hay que retrotraerse al Woody Allen de los setenta y comprender. 

Y luego está el Greenwinch village, su música y sus bares. Podría haberme quedado allí a vivir, como en el Canal de Saint Martin de Paris, aunque mi ensoñación estuviera quizás alimentada por una peli que me hipnotiza todas las veces que la he visto, Inside Llewin Davis, de los hermanos Cohen. Inspirada en el New York de los sesenta, narra la vida de un cantante de folk, que vaga con su guitarra a cuestas entre sofás ajenos y bares del Village. Un alquiler a día de hoy en cualquiera de los apartamentos de allí es impensable, y desde que Sara Jessica Parker decidió, además de vivir allí, comerse un cupcake en Magnolia bakery, se nos acabó la fiesta. Así que me dejo de sueños imposibles. 

He decidido escribir en la viajeteca gastronómica, precisamente para ir contracorriente (para variar) de lo que se espera de mí y de la comida norteamericana. Explicaré lo segundo. Y es que esta sección del blog nació para reflejar todo aquello que se circunscribe dentro de la gastronomía local de cada rincón que me atrape, y con ello contribuir a la divulgación de la cultura alimentaria, como derecho fundamental de aprendizaje colectivo. Conoce cómo come un pueblo, y conocerás cómo son. Y no, no es mi intención hacer una alegoría de la alimentación estadounidense (qué pereza), pero sí subrayar algunos detalles que me han resultado francamente interesantes. Por ejemplo, la popularizada oferta de comida vegana. Aunque esto era de esperar. ¿De dónde, si no, surgen todas las tendencias instagramer? Echándole un poco de sentido común al asunto, en el país que mueve los hilos del resto del mundo, hay cabida para las pizzas tamaño XXXXXXL, pero también para la ensalada bio de kale con quinoa y tahini. Por favor.

Empecemos por los mercados. Paseando por la cuarta avenida, me topé sin esperarlo con un Green farmers market. Aquello fue un tesoro, un espasmo, una exaltación. Rodeada de rascacielos, taxis y avenidas que se perdían a lo lejos, de repente un mercado de productos locales y ecológicos, con gente a la que de verdad no le importa caminar en sentido contrario al mundo, a pesar de todo. Fue allí donde encontré la mayor variedad de patatas y zanahorias que jamás he visto (imagen izquierda), así como variedades de pimientos (imagen cuqui derecha).

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 Otoño es época de cosechar manzanas y calabazas. De ahí que encontráramos en cualquier puesto hot apple cider (sidra caliente especiada), apple pie (tarta de manzana) y exquisitas apple cider doughnuts (rosquillas de sidra espolvoreadas con canela) en el mercado. Por otro lado, probamos el pumpkin pie (pastel de calabaza, muy típico en el día de Acción de gracias), e imposible no tentarte con el aroma del pumpkin spice latte, una combinación de canela, nuez moscada, jengibre y clavo que se añade al café con leche, eso sí, con excesivo azúcar. La calabaza es indiscutiblemente el producto estrella del otoño, alentado desde luego por el día de Halloween, por lo que este ingrediente colaba en cualquier receta que les diese la gana: galletas, magdalenas, pero también panes y cervezas.

¿Qué más compré? Arándanos rojos, manzanas, leche, huevos, mantequilla y yogur (ecológicos y locales) y ginger cookies (galletas de jengibre). Y ahora, a cargar con todo mientras sigues paseando entre rascacielos. Todo muy práctico. Pero no nos llevemos a engaño, aunque hubiera tenido que caminar de vuelta hasta España, me habría detenido en aquel delicioso mercado. Viajar implica comer, es una dualidad indesligable. Y si ello requiere adaptaciones del guion, pues se hacen. 

Creo que desayunar en vacaciones se escapa de la esfera sensitiva terrenal, forma parte de aquellas acciones inherentes a la vida que se dice placentera. Levantarte por la mañana, en este caso no más tarde de las 6:00 am, porque el jet lag te impide ir más allá, y toparte con estos alimentos que describía antes, al menos a mí, me justifica el resto del día. Ahora me ha dado por los huevos revueltos con tostadas cuando viajo, es la manera más arbitraria que he encontrado en rebeldía a la ausencia de un aceite de oliva virgen de verdad, y evitar el embutido que no me pone ni un poquito. Además, (estamos de vacaciones, no voy a conformarme sólo con tostadas...), confieso que añado algún dulcecito al banquete, como aquellas magdalenas veganas de avena y arándanos que encontramos... y una fruta rica. Otras veces, me inclinaba por el porridge calentito con almendras y arándanos. 

A lo largo de la mañana, una vez en la calle, imposible no sucumbir a la cultura omnipresente del café pegado a tu mano mientras caminas, como órgano anexo. La idea de tomar café a todas horas en una ciudad que con dificultad alcanza los grados en positivo en esta época, me mola, pero el gasto demencial de envases de un sólo uso, roza la locura. Vayas a donde vayas, sólo utilizan vajilla y cubiertos de cartón. Y vamos a dejarnos de tonterías y falacias green a lo Starbucks, que por muy bio/eco/fairtrade que sea el café, las toneladas de residuos que se producen para que cada cual tome un café de usar y tirar, no hay por dónde cogerlas. 

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 Otra de las sorpresas fue la gran oferta de restaurantes healthy fast food, donde componerte una deliciosa "Grain salad" a base de distintos cereales (arroz, couscous, mijo, quinoa...), proteína vegetal (legumbres, tofu, seitán, frutos secos, semillas...), vegetales verdes (kale, rúcula, berros...), todo tipo de hortalizas y salsas (tahini, tzatziki, baba ganoush...). Y cómo no, cremas (comería a base de cremas toda mi vida): de lenteja y quinoa, brócoli y cheddar, por ejemplo. 

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Los precios rondaban los diez dólares las ensaladas, y cinco las cremas. Al mismo tiempo, también te topas con anuncios de multinacionales que ofrecen el pack hamburguesa, patatas, bebida y tarta de manzana, por el módico precio de cinco dólares. Mucha tela. Y para el lector observador, ¿se han fijado en las calorías que aparecen a la derecha de cada plato? Por ley, en EEUU se especifica el contenido calórico de cada plato que se sirva en colectividades, con el objetivo de crear conciencia en la toma de decisiones por parte del consumidor... Yo discrepo bastante de esa teoría cuantitativa, que confunde más que conciencia. De hecho, las ensaladas más saludables, basadas en opciones 100% vegetales, eran más calóricas siempre que las opciones de ensaladas más clásicas de pollo o embutido, y sin embargo, infinitamente más recomendables. 

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Hay que reconocer que el etiquetado nutricional yanqui es la leche, se describen una gran cantidad de detalles que en Europa no hacemos, algunos de ellos muy útiles, como la presencia de ciertos metales, y otras veces, basan la información en mensajes que inducen a engaño, postergando la ya aburrida historia de porquerías bajas en grasas, y muy ricas en vitaminas y minerales, como ésta: 

Por otro lado, en la cadena de supermercados Trader Joe´s, encontré una gran variedad de productos ecológicos y locales para llevarme a las caminatas diarias, como barritas de dátiles, frutos secos y fruta, crackers de semillas y una oferta de fruta troceada lista para consumir (envase de plástico incluido). Siempre he sido muy fan de la mantequilla de cacahuete, recuerdo aquella serie norteamericana regulera “Somos diez”, de los años 80-90, en la que el niño de la familia comía mantequilla de cacahuete a cucharadas mientras caminaba por la casa. Por esa época, yo me preguntaba qué demonios era eso que comía ese niño. Años después, una vez la probé por primera vez, comprobé que esa textura en la boca me genera un placer infinito. Generalmente, las que venden suelen llevar gran cantidad de azúcar, grasa de palma y otros aditivos y hay que fijarse bien en la etiqueta. Éstas que encontré, estaban hechas exclusivamente a partir del fruto seco del país, y ecológicos. ¡Y también de anacardos y almendras! A veces la felicidad cuesta tan poco…  

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La opción de las crudités con alguna salsita para picar, es todo un gustazo, y aunque aquí estamos adaptándonos poco a poco a comer vegetales crudos como la coliflor, brócoli o champiñones, en otros países llevan ya tiempo tomándolas. Eso se refleja en la gran variedad de opciones que encuentras en un supermercado, listas para consumir (eso sí, de nuevo debacle de plásticos). Y por un precio que no sube de los tres dólares, tenías este picnic.  

Y por último, no podía dejar atrás aquella comida que de verdad representa la cultura neoyorkina de comida en la calle, rápida de preparar y más aún de comer. No pensaba irme de Nueva York sin probar una enorme porción de pizza (a ser posible en un antro muy underground, servida por un tipo raro), un delicioso sandwich de pastrami con pepinillos en Williamsbourg, y por supuesto, la New York cheesecake con mermelada de arándanos. Esta última, en una de esas cafeterías donde suena música de otra época, hay enormes botes de ketchup y mostaza en la mesa, y la camarera que paga sus estudios de interpretación trabajando largas jornadas, te rellena la taza de café a cada rato. Ahora sí, está todo narrado. 

Caminar por el Central Park mientras nevaba, completó la estampa perfecta que se dibujaba de aquel viaje. No estaba previsto, pero surgió. Caminé varias horas por el Upper East Side, tras el fiasco de llegar a tiempo al Metropolitan. No me importó, no era aquel espectacular museo lo que esa tarde necesitaba, sino sentirme tan viva como lo hice entre aquel enorme bosque nevado. Un hombre jugaba con su perro entre la espesa nieve, y un silencio misterioso a causa de la nieve, se imponía ante mí. Tanta belleza inesperada abruma, y una se siente tan pequeña.

En el avión de vuelta, pensaba y pensaba sobre esta ciudad. Me vino a la cabeza aquella exposición de Bruce Nauman que vimos en el Moma, un provocador artista contemporáneo estadounidense, de esos que te llevan a la perplejidad y la indolencia en una misma obra. Pensé en aquel tipo elegante, con americana y actitud pretendidamente interesante, que contemplaba aquella obra, Make me think me. Me gustó.

El azafato nos preguntó qué queríamos beber. Pedí champagne, y para mí sorpresa, me lo trajo. Ese viaje lo merecía.

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Aunque este post lo escribí hace unos años, mis pensamientos y manera de enfocar la situación post navideña, permanecen. Es por ello que, tras leerlo, no he sentido la necesidad de añadir una sola letra, mi intención es continuar en la línea de pensamiento en la que me movía hace cuatro días. Bienvenido 2024. 

El nuevo año ha irrumpido en mi vida con una sutileza inesperada, tan sigiloso, tan trivial… No sé qué ha pasado, si quizás es que no esperaba al nuevo, o no supe despedir al antiguo. De momento, he optado por quedarme con los dos, hasta que me tome el tiempo de digerir 2023. A veces el ritmo de calendario me plantea serias dudas sobre si quiero y puedo seguir esta velocidad a la que vivimos, o debería modular una velocidad propia. Lo cierto es que nunca me había pasado hasta esta nochevieja, en la que, mientras me atragantaba a golpe de uvas, pensaba ¿y ya está, otro año más? Ni que los coleccionáramos. Debo estar en plena ciclogénesis personal.

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Las navidades, como escribía en el post anterior, pueden plantearse de muchas maneras, allá cada cual dentro de sus límites de libertad, pero deberíamos atesorar un cierto sentido de autoconservación. Me refiero a la relación que establecemos con nosotros mismos, a nuestras emociones, pensamientos y acciones que nos describen. En unos días empezaremos de verdad el año, cuando ya los regalos se hayan abierto, los contenedores de basura se colapsen de envoltorios apenas estrenados y directos al vertedero, y el roscón se haya degustado (con remordimiento, porque ya estamos hasta arriba de polvorones). A partir de ahí, la ansiedad de empezar cuanto antes la dieta y el gimnasio volverá a ser la comidilla en la cola de la frutería, donde acudiremos con más asiduidad a comprar kilos de salud, en formato exprés, que no hay tiempo que perder, y la primavera acecha. Ahora la sociedad estrena zapatillas, bebe agua para depurar y compra todo lo que Mercadona etiquete como saludable y detox (= adelgaza), amén de las recomendaciones para depurar el cuerpo después de los excesos, porque, como dijo aquél, yo la teoría me la sé.  

Y luego estamos los nutricionistas, esa figura que cabalga entre confusos caminos, siempre lista para entregar la dieta detox, adelgazante y milagrosa, que definitivamente, te haga desprenderte del remordimiento y las inseguridades que nos infunde vía intravenosa la industria alimentaria, Instagram, la canija y el fuertecito de la tele. Pero la realidad me devuelve a mi cubículo profesional, donde con paciencia y muchas horas de trabajo entre el paciente y yo, vamos poco a poco esclareciendo la GRAN MENTIRA MILLONARIA que nos ha metido dentro de esta rueda de hámster. Y no estoy hablando únicamente de problemas de sobrepeso y obesidad, la insatisfacción con nuestra imagen corporal y la vinculación emocional con la comida en personas delgadas, ocupa también un lugar prioritario en este momento.

Aprender que lo que realmente necesitamos no es ponerse a dieta para adelgazar kilos de ansiedad e insatisfacción, sino detenernos a entender qué es lo que nos hace sentir bien y mejora nuestra salud (= vida), y trabajar para conseguirlo. Sí, esto es la nutrición, por mucho que el mundo fitness y ciertos influencers quieran trasladarnos otra cosa.

Démonos cuenta de una vez que empezar otra dieta milagro más forma parte del negocio, del que por cierto, tú no ganas nada, sino que puedes llegar a perderlo todo.

No planteo un proceso fácil ni rápido, eso es lo que nos llevan vendiendo décadas, y así nos va, cada día más enfermos física y mentalmente, pero si conseguimos llegar al final, es tremendamente satisfactorio, para ambos. Optar por el servicio más dificultoso y con resultados menos visibles a corto plazo, es la propuesta menos conmovedora que podría ofrecerle a una empresa que base sus ganancias en el comercio de la estética y la imagen. Por eso no me dedico a vender cápsulas y súper alimentos, sino a acompañar a las personas en un proceso que les ayude a llevar una relación más tranquila con la comida y con su cuerpo.

Hay muchas franquicias y grandes corporaciones de toda índole frotándose las manos con la época que viene ahora, muchas las personas vulnerables que pican en el anzuelo y un negocio mundial en torno a la FALACIA DE LA SALUD (saludable, sano, detox, fitness, zero…), que sólo se sostiene, económicamente hablando, si hay gente enferma, obesa o insatisfecha con su imagen, que siga necesitando del sistema.

 

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Algo debemos estar haciendo mal para que llevemos décadas a dieta y creamos que estamos comiendo sano, pero en las consultas médicas cada día haya más gente a las que se les dé pastillas que estabilicen sus glucemias y su sistema nervioso, a punto de colapsar.  

Mi consejo profesional (y personal) es que no deposites la esperanza de cambio en nadie, ni en el mejor y más mediático de los profesionales de este país. Piensa que el cambio vas a hacerlo tú, y para ello tienes que ser completamente consciente de las dificultades que todo ello implica, y estar convencido/a de que aquello que te vas a plantear es bueno para ti. No importa el momento del año, no tiene por qué ser ahora, ni porque el médico te haya dicho que tienes que perder ocho kilos o en la próxima revisión empezarás con la pastilla del colesterol. Lo que importa es que tú te lo creas, que estés convencido/a de que quieres mejorar tu salud y por tanto tu vida, y para ello, el momento debes elegirlo tú. Y cuando todo esté claro en tu mente, el camino será mucho más gratificante (y efectivo).

Me parece un buen ejercicio de reflexión para acercarnos con ternura y curiosidad a nosotros mismos, deteniéndonos a recapacitar ¿qué es lo que yo realmente quiero? Si sólo por un momento hiciésemos caso de esto, experimentaríamos una sensación de felicidad sincera, y probablemente, obtendríamos resultados distintos a los que acostumbramos a tener.

 

 

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